Sunday, March 14, 2004

La dolorosa actualidad de las Pléïades de Xenakis

Lleno completo el del jueves en el Miller Theatre, el teatro de la Universidad de Columbia que, en su 15° temporada, ha presentado obras de Krzysztof Penderecki, Henry Threadgill, Ned Rorem, Toru Takemitsu, Luciano Berio, Giacinto Scelsi, Gyorgy Kurtag, Olga Neuwirth y hasta una versión de las Triadic Memories de Morton Feldman. Era el turno ahora de las Pléïades de Iannis Xenakis, su famosa obra para seis percusionistas de 1978.
La precedió Okho (1989), una pieza breve para tres djembés (especie de tambor africano) que se tocan simplemente con las manos. Se aprecian en esta miniatura dos mecanismos distintivos en la concepción rítmica del compositor griego. Por un lado, la ductilidad del ataque, la capacidad para utilizar la superficie completa del instrumento, variando la intensidad del golpe y el lugar donde se golpea. Algo lógico para quien prioriza timbres y colores por encima de tonos o líneas melódicas. Por el otro, la sucesión cíclica de gestos musicales que alternan duraciones e intensidades de acuerdo a las direcciones de la partitura, contrastando delicados solos con unísonos abruptos.
No obstante, lo que parece tan convincente en la teoría no resulta del todo bien en la práctica. Los rasgos tribales de esta clase de música no se reconcilian con una sala de conciertos. La ejecución, en manos del So Percussion, fue demasiado cerebral. Y el dinamismo de esas ceremonias africanas en las que seguramente se inspira la pieza se resiente con el pasaje al canon occidental de la música culta. Tal vez se trate de un serio problema de traducción: la imposibilidad del racionalismo eurocéntrico para interpretar en sus propios términos a culturas que le son tan ajenas.
Pléïades, en cambio, revela al auténtico Xenakis: el ingeniero talentoso, el colaborador de Le Corbusier, el creador de la estocástica, el que compuso música con la teoría de la probabilidad y el cálculo algorítmico, el que diseñó interfases gráficas para sistemas de computadoras. En definitiva, aquel que extremó hasta la agonía la tradición modernista.
Música puramente urbana, inspirada en el fragor insoslayable de las demostraciones callejeras. Dividida en cuatro partes –una para metales, otra para instrumentos percusivos con teclas, una tercera para tambores y una última que mezcla todos los timbres a modo de síntesis-.
Hay una belleza extraña en estas texturas, como la hay en la multitud iracunda que se lanza a las calles. Plena de contrastes y detalles sutiles que sólo se revelan en lo inaprehensible de la totalidad. Comienza con golpes similares de los seis percusionistas que funcionan como una suerte de llamada, la convocatoria para la batalla. Pero el orden se torna rápidamente en caos y el oído ya no distingue con facilidad qué está haciendo cada uno. Y al rato, casi por arte de magia, empiezan a aflorar incluso las líneas melódicas y las tonalidades expresivas que hacen de Pléïades una de las grandes obras de la composición contemporánea.
El racionalismo de Xenakis difiere considerablemente del que distingue a la música serial y electroacústica de mediados del siglo XX. Trabaja con variables y probabilidades allí donde otros -como Boulez, los compositores de la radio de Colonia y muchos del IRCAM- prefieren traducir en sonidos conclusiones que han sacado de antemano. Su obsesión por el orden nunca es cerrada, su disciplina asume el desorden y nos permite atisbar el caos. Sus masas sonoras, tan abstractas en apariencia, se vuelven la expresión concreta de los temores y las vacilaciones de esas otras masas humanas que teóricos como Toni Negri y Paolo Virno han convertido en el nuevo actor social de moda.
No deja de ser siniestro que la presentación coincidiera con el atentado de Madrid. Y que actualizara las preocupaciones de quien supo apreciar la belleza y la ferocidad de los eventos a gran escala. Aunque nada quede de la primera. Y la ferocidad se adueñe de lo que antaño parecía apenas materia de especulación para mentes ociosas y defensores frenéticos de la teoría de la conspiración.

Norberto Cambiasso

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