Saturday, January 22, 2005

Retrospectiva 2004. La confirmación: Comets on Fire



1- Habida cuenta de que su CD anterior -con el inspirado título Field Recordings from the Sun (Ba Da Bing!, 2002)- rozaba por momentos la excelencia, deberíamos concluir que el nuevo -Blue Cathedral (Sub Pop, 2004)- en ocasiones alcanza rasgos sublimes.
Lejos estaba de sospechar este entusiasmo sin reservas cuando escuché su álbum debut -Comets on Fire (Alternative Tentacles, 2001)- una masa algo amorfa de ruido, sin demasiadas variantes, de una electricidad descontrolada y caótica. Confieso que la banda me fue ganando de a poco, a medida que limaban asperezas sin perder ni un ápice de ese sonido extremo que los caracteriza. Una evolución cuidadosa, como si se tratara de una compleja partida de ajedrez, a la que no resulta ajena cierta preferencia de los Comets por el bajo perfil.
Blue Cathedral sanciona definitivamente el ingreso de un quinto miembro -Ben Chasny, el geniecillo detrás de Six Organs of Admittance- cuya contribución aquí es mucho más sustancial que sus tímidos aportes a Field Recordings. La psicodelia folkie y desvergonzada de "Wild Whiskey", de reminiscencias orientales, parece salida de su fértil imaginación, lista para apresar algún instante de felicidad fugaz propio de 1967. Como segunda guitarra, se adapta sin inconvenientes a esos riffs furibundos de Ethan Miller que constituyen la columna vertebral del grupo. Basta reparar en la presentación virulenta de "The Bee and the Cracking Egg" -canción que abre la placa- o en el hard ominoso de "Whiskey River" para comprobarlo. El echoplex de Noel Harmonson renuncia en cambio a la omnipresencia de antaño aunque persista, dosificado, como seña de identidad ineludible.
El rubro innovaciones arroja un considerable uso de los teclados, como los que introducen la melodía entre amable y juguetona de "Pussy Footin' the Duke", algunas ráfagas de saxo que contribuyen a una extendida sensación de inquietud, y una profusión de sintetizadores analógicos que le aportan al disco una dimensión más texturada y plena de coloraturas.
Se percibe una marcada voluntad por los contrastes y las sutilezas. Cada vez que la canción amenaza con desbordarse, Comets on Fire restringe su desenfreno eléctrico con interludios instrumentales que convocan los fantasmas de Amon Düül II y de los sintetizadores de Allen Ravenstine en Pere Ubu. Este elegante linaje de influencias se completa en "Brotherhood of Harvest" con la etapa intermedia de Pink Floyd, un órgano sostenido sobre el que se desplazan los demás instrumentos. Y en la versión 2004 de los cometas en llamas, las jams desprejuiciadas de Blue Oyster Cult tienden a imponerse a los riffs de Blue Cheer como modelo general de desarrollo.
El disco concluye con la repetición incesante de un mismo riff (con leves variaciones) en Blue Tomb, un tema que se torna elegíaco a medida que transcurre. Un obituario perfecto para esa edad dorada que muchos creyeron percibir en la psicodelia.

2- Comets on Fire es una banda del siglo XXI que no rehúye sus deudas con el pasado. En sus canciones cada fragmento indica una referencia más o menos transparente pero la combinación de todos los hace únicos. Actualizan el venerable panteón del rock´n´roll y radicalizan sus consecuencias a fuerza de una batería de pedales que los acerca a ciertos visionarios japoneses (High Rise, Fushitsusha, Musica Transonica, Acid Mothers Temple) más que a cualquier memorialista anglosajón de insípida factura. Lejos de la nostalgia, nos conceden, no obstante, el placer del reconocimiento. Abundan en citas de una tradición que está allí para ser utilizada y hasta saqueada, no para ser contemplada y osificada con la resignación del que supone que "todo tiempo pasado fue mejor".
Esta actitud, irreverente y respetuosa por igual, se apoya en una erudición del gusto muy extendida entre las jóvenes bandas norteamericanas y los resguarda de cualquier recaída en la épica o en el oportunismo. Y los ubica a la vanguardia de una generación que ya está dando que hablar, atraída por las facilidades tecnológicas para la experimentación y por la renovada disponibilidad de la historia de la música, sin distinciones estrictas de género ni de fronteras.
Blue Cathedral es otra muestra -una de las mejores- de álbumes notables editados durante el 2004 por agrupaciones nóveles. Un disco impecable del primero al último acorde.

Norberto Cambiassso

Wednesday, January 19, 2005

Retrospectiva 2004. El regreso: Revolutionary Ensemble

Más vale tarde que nunca. Iniciamos aquí una serie de notas que darán cuenta de lo sucedido en materia musical durante el año que pasó. No se trata de un balance completo ni de una reflexión general sobre un movimiento cada vez más acelerado y menos aprensible. Apenas una radiografía fuertemente subjetiva de sus rasgos salientes.

1- Primero fue la reedición de The Psyche (Mutable), fantástico e inaccesible disco que el trío grabara allá por 1975 en su propio sello RE, y cuya edición original, limitada a 1000 copias, se agotaría en la gira europea que realizaron ese mismo año.
Después, la ovación espontánea que le brindó el público neoyorquino en el Vision Festival del pasado Mayo. Dicen los que estuvieron allí que el grupo brilló muy por encima del resto, aunque el lote incluyera a lo más granado del jazz y la improvisación.
Siguió el extraordinario concierto en el Joe's Pub el penúltimo día de Octubre. Un recinto pequeño en el East Village, un recital con nula promoción y un motivo que intrigaba a la treintena de afortunados que decidimos asistir: la presentación de un nuevo disco después de casi tres décadas de inactividad.
Y por fin, la aparición del flamante álbum por el sello Pi Recordings con el explícito título de And Now, arañando el milagro de la eterna juventud aunque los integrantes de la banda promedien la nada desdeñable cifra de 70 años.
Cuatro acontecimientos que signaron al 2004 como el año del regreso de Revolutionary Ensemble a los escenarios y al estudio de grabación o, para el caso, como el regreso del año.

2- Revolutionary Ensemble. Un trío de afroamericanos con Leroy Jenkins en violín, Sirone en contrabajo y Jerome Cooper en batería, doblándose cuando la ocasión lo requiere en instrumentos tan disímiles como piano, cello, viola, balafón y demás.
Criados en parte en las innovaciones de la AACM de Chicago, decidieron recalar en Nueva York a comienzos de los '70 y se las ingeniaron para grabar un disco -Vietnam, 1972- en el mítico sello ESP. Persiste como antecedente la participación de Leroy Jenkins en la legendaria Creative Construction Company junto a Anthony Braxton y Wadada Leo Smith. Un desembarco temprano en Europa que convertiría a la CCC en la contracara sin suerte del éxito rotundo que supo cosechar el Art Ensemble of Chicago en tierras parisinas.
Tampocó la suerte acompañó al Revolutionary Ensemble. Cuentan sus integrantes que la determinación a vivir en forma excluyente de la música del grupo los llevó más de una vez al borde de la inanición. Como legado aún secreto dejaron una media docena de discos de los cuales The People's Republic (1975), aparecido en una subsidiaria del sello A&M, sea quizás el más conocido.
Basta una anécdota para entender por qué la época les fue tan esquiva. Una cena en casa de Herb Alpert (el famoso trompetista de la Tijuana Brass y dueño de la subsidiaria en cuestión) con un invitado de lujo: el por entonces hiperexitoso compositor, arreglador y productor Quincy Jones. De una serie de vinilos en los que Alpert estaba revolviendo, Jones detecta la tapa de The People's Republic y pregunta qué es eso. Ansioso por impresionar a su ilustre huésped Alpert replica: "¿quieres escucharlo?" Fue ponerlo y a Jones se le desdibujó el rostro. Acto seguido la emprendió contra el grupo, que eso no era música y que esa clase de gente debería desaparecer de todas las grabadoras (mainstream).
Afortunadamente para Quincy, el mundo le hizo caso. Después de todo, ¿A quién puede importarle tres negros con pretensiones revolucionarias en el ámbito musical y también en el ideológico que, para colmo de males, propiciaban una experiencia colectiva en el terreno más bien individualista de la escena de los lofts neoyorquinos de la década del '70?

3- A nosotros. Y por razones fáciles de dilucidar. En términos de improvisación colectiva, jamás escuché ni vi nada que sonara tan natural, tan poco esforzado, como este trío. Se compenetran a la perfección, saben oírse con atención casi desmesurada, no existe el menor atisbo de egocentrismo en sus performances -ese mal tan extendido en la escena improvisada- y se nota con facilidad que acumulan miles de horas de práctica y experiencia compartida.
Su sonido es radical sin resultar elusivo. Se apoya en dos puntales básicos: la introducción del violín de Jenkins -una jugada harto riesgosa en una tradición dominada por los vientos- y la asombrosa ductilidad de Sirone para tocar el contrabajo con arco durante largos períodos. Un jazz de cámara donde las variables microtonales del violín contrastan con las florituras clásicas y hasta melódicas del bajo. Por su parte, la batería de Cooper recorre sin dificultades toda la escala de posibilidades expresivas.
Quizás el rasgo más revolucionario de este ensamble revolucionario sea su obsesión pionera por el espacio. Una cualidad que hoy reinvindica cierta improvisación denominada reduccionista a fuerza de perder esa furia sagrada que caracterizaba a los Albert Ayler, los John Coltrane y los Cecil Taylor de este (o de otro) mundo.
No es el caso del Revolutionary Ensemble, cuyas disonancias controladas, sus exquisitas texturas y esa dimensión colectiva que los convierte en mucho más que la suma de tres voluntades deberían servir de lección al marco amplio de la música improvisada actual. Lección que parece mejor estudiada por bandas americanas como Flying Luttenbachers o algunos momentos de Wolf Eyes y Black Dice que por las secas proposiciones intelectuales que acumula mucho del experimentalismo europeo de nuestros días.

Norberto Cambiasso

Liviandades III

¿Cómo hacer para evitar que la gente deje de tomar cocaína en los baños de los bares? Rociarlos con WD40. No, no es broma.

S.D.

Wednesday, January 12, 2005

Liviandades II

"Lo vi y no pude evitarlo porque lo odio lo odio lo odio". Con estas palabras el hasta entonces ciudadano anónimo Roberto Dal Bosco explicó qué lo llevó a golpear a Silvio Berlusconi con un trípode en la nuca. Dos días después, carta de arrepentimiento, llamado del Cavalieri y el mejor, el más completo tributo al neorrealismo italiano, en donde no faltaron las referencias a la familia, a la iglesia, a la izquierda, ni siquiera las palabras consolatorias de una mamma.

Berlusconi: «Buongiorno Roberto, come va?»
Roberto: «Bene presidente. Mi scuso ancora per quello che ho fatto. Io non volevo farle del male».
B: «Perché tanto odio nei miei confronti?»
R: «L’odio non c’entra. Si è trattata di una stupidata» .
B: «Vorrei che sapesse che non intendo sporgere querela nei suoi confronti, nessuna denuncia. Per me la vicenda finisce qui» .
R: «Grazie presidente, comunque mi dispiace tanto, io non volevo» .
B: «La prossima volta che verrà a Roma mi telefoni, così ci potremo incontrare e guardarci negli occhi. E capirà che io non voglio il male di nessuno. Adesso mi piacerebbe parlare con suo padre» .
R: «Mio padre non c’è, è al lavoro. In casa c’è solo mia madre».
B: «Me la passi, vorrei scambiare due parole anche con lei».
R: «Grazie ancora presidente. Ora le passo mia madre» .
B: «Buongiorno signora, vorrei scusarmi con lei per aver fatto passare a suo figlio un Capodanno in guardina» .
Madre: «Ma sono io che devo scusarmi con lei per quello che ha fatto Roberto. Ha sbagliato e mi dispiace tanto» .
B: «Non si preoccupi. Io invece capisco quello che lei ha dovuto passare come madre. Ho una mamma anch’io. Per questo le chiedo umilmente scusa. Un abbraccio a suo marito e vi auguro buon anno» .
M: «Grazie presidente. Buon anno anche a lei»


S. D.

Liviandades I

La sección “Notas y Comentarios” de The New Criterion informa acerca de la publicación de un nuevo libro sobre Jacques Derrida, cuyo título (cuesta creerlo) no es irónico ni sarcástico: Portrait of Jacques Derrida as a Young Jewish Saint, de la feminista francesa y postestructuralista Hélène Cixous. Lo hacen de este modo: “Is there someone with a wicked sense of humor at Columbia University Press? We had to wonder when one of their new titles crossed our desk. This is a work of homage, or hagiography, a short book, but potent. Perhaps the single most emetic exercise in academic sentimentality we have ever encountered. Consider this passage from the prefatory Author’s Note:

But how to paint or sketch such a genius at substitution? One must, one can only catch him, portray him in flight, live, even as he slips away from us. In these sketches we shall catch glimpses of the book’s young hero rushing past from East to West, … in appearance both familiar and mythical: here he is for a start sporting the cap of Jackie Derrida Koogan, as Kid, I translate: lamb-child, the sacrificed, the Jewish baby destined to the renowned Circumcision scene. They steal his foreskin for the wedding with God, in those days he was too young to sign, he could only bleed. This is the origin of the immense theme that runs through his work, behind the words signature, countersignature, breast [sein], seing (contract signed but not countersigned), saint—cutting, stitching—indecisions … Let us continue.

Let’s not.
This is one of those books that should come with its own air-sickness bag”.

S. D.

Tuesday, January 04, 2005

Nadie Nada Nunca

1- Nadie Nada Nunca: así se llamaba la sección que Escupiendo Milagros dedicaba durante sus primeros números a los aconteceres del rock argentino. Título un tanto maledicente, sí, pero que expresaba una convicción compartida en mayor o menor medida por todo el staff de la revista: la de que pocos aportes interesantes podían provenir de allí.
No son días éstos para vanagloriarse de alguna predicción acertada. Porque la desmesura de la tragedia supera las expectativas más pesimistas. En cierto sentido, lo de República Cromañón tomó a todo el mundo por sorpresa.
Me cuesta escribir al respecto y lo hago con gran reluctancia. Pero siento que si, como tantos otros bloggers, no hago mi propia catarsis a través de la escritura, no podré seguir posteando sobre otros menesteres que tienden a parecer -y a serlo- completamente nimios ante la dimensión de lo ocurrido.
Mi reacción inicial fue de perplejidad. Y enseguida me invadió una amargura que, quizás, no fuera muy distinta a la que Hunter transformó en ira apenas contenida en su post de Contra las cuerdas. En efecto, en este país, a nadie le importa nunca nada. Compartí con mi amigo Pablo Strozza la prudencia de no emitir juicios al respecto durante los días posteriores a la catástrofe. Al fin y al cabo, ambos gozamos de la ventaja de no ser presidentes de la Nación. Mientras tanto, soporté como tantos otros las aberraciones y los horrores que prodigaron los medios en su cobertura del tema. Y allí reinó, soberana e incontenible, una sensación de repugnancia que aún no me abandona.
Con toda honestidad, dudo que lo que pueda decir aquí sirva de algo, ayude a alguien o aporte un pequeño grano de arena a un asunto que se viene ensuciando hasta lo indecible. Sobre algunas cosas es preferible callar. Lamentablemente, a diferencia de Lázaro y la parábola bíblica, las palabras no resucitan cadáveres ni sirven, la mayoría de las veces, para ver mejor. No obstante, siento que debo decir algo, que debo procurar(me) un mínimo de sensatez para tratar de aprehender lo inaprensible: el escenario infinito de la estupidez humana, con toda seguridad, la única cosa bien repartida de este mundo injusto.

2- Decíamos que en cierto sentido, lo de República Cromañón tomó a todo el mundo por sorpresa. Puede ser. En el siglo XXI pocos creen en oráculos de Delfos o en aurúspices que lean el futuro en el vuelo de las aves o examinen las entrañas de las víctimas para hacer presagios. Las tragedias no se anuncian, aunque a veces pueden prevenirse. Y hoy, de las entrañas de las víctimas no surgen presagios sino un cúmulo inadmisible de desatinos que lo único que delatan es nuestra lamentable idiosincrasia de argentinos.
No me interesa rastrear lo que los medios, con ese eufemismo al que tan adeptos eran durante la época del Proceso, denominan “la cadena de responsabilidades”, el debate interminable sobre la culpa, tan típico de ese cristianismo reaccionario que un par de semanas atrás se adueñó de las tapas de los diarios (y de las calles). Digo lo de “eufemismo” porque la búsqueda de culpables, en lugar de hallar a los responsables, se despliega como una gran caza de brujas donde todos y cada uno de los protagonistas tratan de no quedar pegados. Que si el chico que tiró la bengala, los bomberos, Omar Chabán, Callejeros, los inspectores que dan la habilitación, Ibarra y hasta el inefable Dr. K... una cadena interminable que no lleva a ninguna parte porque barre debajo de la alfombra el dato esencial: la responsabilidad que nos cabe a todos en la disolución de los lazos mínimos de sociabilidad, una disolución que aqueja a este país desde hace al menos cuarenta años.
Entiéndase bien. No afirmo que no haya que identificar y juzgar a los responsables. Lo hará la justicia, espero que con más éxito que hasta ahora. Juicio y castigo a los culpables es el estribillo que se escucha por doquier en la sociedad argentina. Sabemos que, en general, funciona apenas como la música de fondo de nuestra propia impotencia. Somos una nación con demasiados crímenes y tan pocos culpables que no alcanzo a ver por qué esta vez deberíamos renovar nuestra fe en una justicia que siempre dice ausente.

3- Cambiando el ángulo de la argumentación, lo sorprendente no sería lo que ocurrió el 30 de diciembre sino que algo semejante (Kheyvis aparte) no haya pasado al menos veinte años antes. Aún más, que no ocurriera en los miles de recitales de rock que, lejos de ser la fiesta que los delirantes del grupo Callejeros pretenden insinuar, se transformaron desde hace mucho tiempo en reflejo de nuestras tensiones y de nuestra radical enemistad, en esa guerra de todos contra todos que, como demostraba Hobbes, parece ser la condición básica de una Argentina en estado de naturaleza.
Digámoslo de una vez. Creo que los valores que pretendió inculcarnos el Proceso obtuvieron un triunfo tan resonante que todavía hoy no atinamos a despertar de la pesadilla. Y mientras tanto, esa pesadilla adquiere una autonomía que le permite reproducirse a diario y dejar un tendal de muertos y heridos en su camino. Nuestro egoísmo interminable, nuestro individualismo a ultranza, se cuelan por doquier en las relaciones que entablamos. Algunos señalarán que se debe a nuestra lucha cotidiana en pos de la supervivencia en una sociedad de recursos escasos (o muy mal distribuidos) Seguramente tengan razón. Sería el último en negar las determinaciones materiales de la conciencia. Pero esas determinaciones nos han vuelto ciegos y sordos ante el semejante. Aunque no mudos, a juzgar por la inexplicable irresponsabilidad con que todos los involucrados en el rock (periodistas, productores, bandas, etc.) hemos tratado estas crónicas de unas muertes anunciadas durante todos estos años. Siempre dispuestos a alzar el dedo en contra de otro pero reluctantes hasta el hartazgo a la hora de asumir nuestras responsabilidades: peleando por un miserable espacio en una revista que luego no atinamos a usar con un mínimo de criterio, soportando editores imbéciles y defendiendo lo indefendible, para que el productor o la discográfica de turno no ponga en peligro nuestro trabajo, callando cada vez que teníamos que hablar y opinando sobre lo que no sabemos con una pedantería que oculta nuestra ignorancia o nuestra pereza. Sólo así se explica el mito de una autenticidad rockera que hoy tiene a toda una generación como carne de cañón, la repetida cantinela de la unión recitalera o festivalera, la construcción de una identidad ficticia que revela un “nosotros” vs. “ellos” de lo más discutible. Nosotros los rockeros, nosotros los chabones, nosotros los rollingas, nosotros los argentinos... El enemigo siempre está afuera, es el otro, lo diferente que no podemos tolerar porque no hacemos el mínimo esfuerzo por conocer, no para compartir sino para comprender.

4- Ahora se escribirán ríos de tinta en contra del rock chabón. Ya leí varios comments al respecto. Lo harán también los oportunistas de siempre que lo ensalzaron hasta el 29 de diciembre. Pero aún no he leído algo mínimamente digno que trate de dar sentido al fenómeno. Nunca me interesó el tema en términos musicales. Pero negar su existencia social es y se demostró suicida.
Cargar las culpas sobre las bandas (esta vez fue Callejeros, pero pudo ocurrir en un recital de La Renga, Los Piojos o los Redondos) no resuelve la cuestión. Más allá de la idiotez sempiterna de los líderes rockeros, de la avaricia de los productores, de la estulticia de los periodistas, hay que preguntarse por qué tantos pibes tienen la necesidad de identificarse con un trapo, una bandera, unas cuantas bengalas, por qué necesitan reeditar una y mil veces la ceremonia eterna de la pertenencia a un grupo, los cánticos irresponsables y las actitudes excesivas.
La respuesta es menos huidiza de lo que creemos. En una sociedad donde el Estado sume a sus ciudadanos en la desprotección más absoluta, donde la falta de trabajo excluye a la mayoría de los mecanismos clásicos de la identidad social, donde la corrupción indica el camino para obtener las cosas sin esfuerzo, donde el cinismo miserable de los medios corporativos se convierte en intérprete de la realidad y, al mismo tiempo, en juez y verdugo de los supuestos culpables, donde la idea del trabajo silencioso de toda una vida pierde terreno ante las luces de brillantina de la exposición pública a través de una obra apresurada y mediocre, resta tan sólo el refugio en un slogan, en un par de actitudes impertinentes o desafiantes, en el círculo de aquellos que parecen nuestros iguales porque comparten nuestra misma desesperación.
Es cierto: no nos une el amor sino el espanto. El refugio es apenas un subterfugio, reaccionamos siendo reaccionarios (como el canalla de Blumberg) y, cuando no soportamos más, llamamos a un par de amigos, escuchamos nuestros discos favoritos y tratamos de arreglar el mundo desde la mesa de algún bar. Y por un instante, apenas por un instante, podremos escapar de la mierda que nos rodea.
Sin embargo, de lo que se trata, hoy como ayer, no es de interpretar la realidad sino de transformarla. La revolución no está a la vuelta de la esquina. Sólo queda tratar de hacer las cosas lo mejor posible desde el lugar que pudimos o supimos conseguir. En lo posible en silencio, sin declaraciones altisonantes y sin buscar siempre la paja en el ojo ajeno. Escribir mejores notas, hacer mejor música, pensar con detenimiento lo que vamos a decir, disfrutar de los buenos momentos y no desesperar cuando las cosas no nos salen. Tratar de comprender aquello que nos resulta ajeno antes de condenarlo y trabajar con seriedad, por amor a lo que nos apasiona y no por una aparente recompensa ulterior. Parece poco pero les aseguro que es bastante más difícil de lo que parece. Si no reestablecemos una dosis de cordura en nuestros menesteres cotidianos, si no empezamos por mejorarnos a nosotros mismos y a nuestro entorno cercano, la espiral de violencia y locura que sufre la Argentina arrasará con nuestra razón, con nuestra capacidad de llevar una vida digna, de interpretar la realidad con cierto criterio y, probablemente, arrasará también con nuestras vidas.

Norberto Cambiasso

Saturday, January 01, 2005

Obituario: Susan Sontag

Después de todo era casi una argentina más, la intelectual comprometida del progresista argentino, bibliografía obligatoria en las universidades públicas y privadas, citada, comentada, reseñada y celebrada en los diarios, y cuyo austero rostro --y su vistosa franja de cabellos blancos-- apareció siempre en TV a modo de contrapunto ante cada bombardeo norteamericano. El romance argentino se había iniciado de manera tibia a mediados de los 60, cuando Susan Sontag (neoyorquina, nacida en 1933) publicó un estudio sobre la cultura moderna que no iban a olvidar las futuras generaciones de profesores, críticos y periodistas culturales. En Notas sobre el Camp, que apareció en 1964 en la Partisan Review, Sontag observaba que el gusto, las “apropiaciones”, importan tanto o más que las intenciones del autor de la obra de arte, que el camp es una forma de consumo que convierte todo, incluso lo que deja de ser arte, en fuente inagotable de placer (Sontag respondía ahora a los títulos de “Reina Camp” y al de “la Natalie Wood del avant-garde”).

En Contra la interpretación, quizás su libro más famoso y su primera colección de ensayos publicada en 1966, atacó los análisis inspirados en el freudismo y el marxismo, ya que estos destruían los “textos” al intentar encontrarles un sentido último y verdadero. La interpretación, según Sontag, destruye la “capacidad sensual” del texto: y es lo contrario que se necesita en un mundo demasiado racionalista, iluminista, logocentrista, falocentrista, según los términos que volverán célebres la teoría francesa. Es necesario insistir en “la distinción entre pensamiento y sentimiento”, señala Sontag, que mostró siempre incomodidad en ser definida exclusivamente como intelectual. Publicó las novelas, más analíticas que sensuales, El benefactor (1963) y El Kit de la muerte (1967), aunque solo se mostró del toda conforme con El amante del volcán (1992), publicada luego de una conversación con su analista, y que combina intelectualismo y erotismo ambientado en Nápoles, sobre un triangulo amoroso (se teme lo peor) entre William Hamilton, su esposa Emma y el almirante Nelson.

Activista desde el feminismo, universitaria de epigramas un tanto tontos (“es tan malo que es bueno”), dramaturga y “evangelista de lo nuevo”, ciudadana ilustre de Sarajevo, infatigable defensora de los derechos humanos, propagandista eficaz de Walter Benjamin y Elias Canetti, Sontag cubrió la guerra de Vietnam y las de Yugoslavia, publicó diecisiete libros y vivió en París desde finales de los sesentas a mediados de los setentas, donde se convirtió, para sus detractores, en el espejo cósmico y definitivo de las ideas y creencias dominantes en la academia de la segunda mitad del siglo XX. Sus frases recorrieron el mundo: “El hombre blanco es el cáncer de la historia”, “La interpretación es una empresa reaccionaria”. De vuelta en Estados Unidos, encarnó el pensamiento faro de la izquierda universitaria, de los progresistas (liberals), de los ambientalistas, los pacifistas, los globalifóficos, los Michael Moore y Sean Penn, de los Bo-Bos –-los burgueses/bohemios de los años noventa, algo así como nuestro joven moderno. Característicamente, fue admirada por personas tan distintas entre sí como Carlos Fuentes y Arthur Danto, por el entorno de la New York Review of Books, en la que colaboró siempre. Detestada por Camille Paglia (la animadversión entre ambas feministas fue famosa), despreciada por Christopher Hitchens y Gore Vidal, ignorada por la izquierda clásica. ¿Existe un solo lector que a esta altura no se haya enterado de su muerte? Y ya sin Pierre Bourdieu y sin Susan Sontag, ¿será el mundo más feroz e incierto sin ese matrimonio ideal del intelectual comprometido modelo 1990?

Sergio Di Nucci