Monday, April 11, 2005

Jean Dubuffet ¿Una metafísica de la materia?

1- Fue por las navidades de 1960 que Dubuffet comenzó a improvisar en los instrumentos más diversos junto a su amigo, el pintor danés Asger Jorn. Jorn era uno de esos tipos ubicuos, siempre en el lugar correcto en el momento justo: supo despreciar tempranamente a los surrealistas agrupados en torno a Breton, acusándolos de “reaccionarios”, fue una figura central del grupo Host -una serie de pintores, escritores y arquitectos daneses reunidos en torno a la revista Helhesten-, ayudó a fundar COBRA -una de las primeras vanguardias utópicas de posguerra-, participó del Movimiento Internacional para una Bauhaus Imaginista, mantuvo contactos con los alemanes del grupo Spur, intervino en la fundación de la Internacional Situacionista y, hasta que falleció de cáncer en 1973, financió a las facciones encontradas de un situacionismo que tiempo después se volvería tan célebre como discutido (¿y discutible?) Uno de los personajes más heterodoxos del arte contemporáneo, su figura merecería una reinvindicación que no ensayaremos por el momento.
La admiración que mutuamente se profesaban con su amigo Dubuffet debió basarse en el interés compartido por cierto primitivismo, en su común predilección por el arte de los niños y en algunos ensayos pioneros con las inscripciones intempestivas -marcas en superficies resistentes, inspiradas en el graffiti, en el caso del francés, manchas de color en viejas pinturas de segunda mano, sus famosas Modifications, en el caso del danés-.

2- Se rumorea que existen cuatro LPs. que recogen la estación febril de sus improvisaciones en conjunto. Jamás los he visto siquiera ni he logrado confirmar si el rumor es verdadero. En caso de serlo, sólo los tenaces, los afortunados o los adinerados habrán obtenido alguna copia.
Mejor suerte correrán quienes se conformen con escuchar al gran pintor francés en solitario, en su papel de hombre orquesta. Supe por primera vez de sus intereses musicales gracias a la edición, que data de 1973, de ocho de sus piezas en el pequeño pero imprescindible sello Finnadar, regenteado por el inquieto compositor turco de música electrónica Ilhan Mimaroglu. Las notas de ese disco citaban la siguiente declaración de principios de Dubuffet:

Deseo situarme en la posición de un hombre de 50.000 años atrás, un hombre que lo ignora todo acerca de la música occidental e inventa una música para sí, sin referencia alguna, sin ninguna disciplina, sin nada que le prohíba expresarse libremente y para su propio placer. Esto es lo que también he querido hacer en mi pintura, con la diferencia de que conozco perfectamente bien la pintura occidental de los últimos siglos y deliberadamente quiero olvidarlo todo acerca de ella... Pero no sé música, y esto me otorga cierta ventaja en mis experiencias musicales...

Una voluntad primitivista que a priori no suena del todo convincente. ¿Cómo podría inventarse algo de la nada? ¿Cómo podría ignorarse aquello que aún no existe? ¿Cómo llegaría un hombre prehistórico a la idea de sonido organizado? Paradojas que señala el crítico Kyle Gann en su artículo al respecto: http://www.artsjournal.com/postclassic/archives20031001.shtml#54627. Pero admite también que esas piezas concretas, grabadas en un vetusto Grundig TK 35, son admirables: sucias, crudas, ruidosas, de un brutalismo consecuente con la pretensión de Dubuffet de hacer tabula rasa con la tradición, de dinamitar sin contemplaciones una cultura occidental cuya impostación le resulta insoportable.

3- Hay que armarse de paciencia y despojarse de prejuicios para apreciar las Experiences Musicales de Jean Dubuffet (Mandala, 1996), un CD largamente agotado que ahora pueden bajarse de la maravillosa Ubuweb http://www.ubu.com/sound/dubuffet.html.
Música que se precia de ser amorfa pero que no carece por completo de forma; sin principio ni fin aparentes y mucho menos desarrollo; similar en intención a sus pinturas; improvisada en instrumentos que no sabe realmente cómo usar pero los utiliza de todos modos. El resultado se ubica a mitad de camino entre la urgencia de la experimentación y una extraña cualidad lúdica, como un niño que se regodeara en el descubrimiento primario de los sonidos.
Prueben a escuchar el solo de piano de “Coq à l’oeil”, especie de Satie o Nancarrow acelerados y deformes, las ráfagas de flauta que entrecortan la declamación de varias voces superpuestas en el poema “La fleur de barbe”, las cuerdas percutidas de violines, violas y violoncelos, el esqueleto ínfimo del jazz resonando por algunos segundos en la trompeta de “Gai savoir”, el experimento percusivo y concreto de “L’eau”, los dos fagots y las cuerdas del cello reproduciendo en forma de drone el mugido de una vaca en “Longue peine”.
Se trata de una preocupación evidente por las características físicas, por la materialidad misma del sonido. Un materialismo que se convierte en empirismo liso y llano porque Dubuffet no vacila en asociar esos ruidos con los que oímos sin escuchar en nuestra vida cotidiana, aunque rara vez nos volvamos conscientes de ese soundtrack que musicaliza nuestros menesteres diarios: el taladro del obrero de enfrente, un bocinazo, el ladrido de un perro, la aceleración o la frenada brusca de un automóvil, el chirrido de las ruedas contra el asfalto, el ruido intermitente del teclado de la computadora mientras escribo esto... En este aspecto, más allá de su reluctancia por cualquier linaje intelectualmente construido, quizás Dubuffet no se sintiera incómodo en compañía de una tradición que se remonta al futurismo italiano, que abarca la experimentaciones sonoras de Dziga Vertov y de Walter Ruttmann en los años ’20 y las de la música concreta de los ‘50, y que vuelve explícita y autoconsciente por primera vez el Alvin Lucier de I’m sitting in a room. Aunque para él no están en juego las capacidades representacionales, miméticas, del ruido sino el hecho mismo de que el noise funciona como un flujo continuo, familiar e inaprehensible a la vez.
Pero a esta música opone otra, libre de toda intervención humana, como si la naturaleza tuviese una evolución autónoma que nos fuera dado escuchar, un poco a la manera de esas obsesiones extáticas que pueblan la teoría y la práctica de John Cage. Una música de los elementos -el humus descomponiéndose, el pasto creciendo, los minerales en proceso de transformación (son sus ejemplos)- que trasciende nuestros sentidos y parece abrir la puerta a una especie de universo cosmológico predeterminado. Y aquí retorna esa vocación metafísica, como si la espontaneidad, el caos y la libertad que tan bien traduce la obra de Dubuffet en todos sus aspectos necesitaran en última instancia de un orden suprarracional para poder funcionar.

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