Saturday, January 28, 2006

La procesión de Sunburned Hand of The Man

Que una banda como Sunburned Hand of The Man lance un nuevo disco no es ninguna novedad. Es imposible enumerar toda su errante discografía. Gran parte de ella ha aparecido en modestas ediciones, que hacen casi imposible su obtención. En Internet se puede encontrar algo pero mucho de lo que hay disponible no les hace verdadera justicia. Lo mismo vale para sus ediciones “oficiales” (por llamarlas de algún modo), bastante distantes de la verdadera esencia del grupo.
Wedlock (Eclipse, 2005) tampoco es un trabajo totalmente representativo de Sunburned Hand of The Man pero, paradójicamente, es uno de los más importantes de su errática carrera.

Hace algún tiempo, discutíamos con un buen amigo acerca del futuro de los discos, de cómo podría evolucionar la edición de estos para entregar un producto global que invitase a su compra, sin tener que ser bajado del shareware de turno... La respuesta llega de la mano de este vinilo doble.
La lectura de la tarjeta de invitación al matrimonio de Valerie Web y Paul LaBrecque (miembros de la banda), que se celebró en junio del 2003, es el preámbulo obligatorio para entender el contexto de lo que se viene, tanto sonora como visualmente. La música comienza a correr por los surcos del disco y se oyen una serie de jams sin rumbo, llenas de ritmos, sonidos repetitivos, voces y una base sonora creada por el entorno natural en que estas fueron grabadas (como sonidos de vehículos y sirenas). Hasta aquí, uno dice: “Esta película ya la vi”, y acuden de inmediato a la memoria discos como El Volantín o el primer volumen de La Vorágine de Los Jaivas; el Dance of The Lemmings de Amon Duul II o el Tago Mago de Can.

Aparte de la capacidad de mantener en pie una serie de improvisaciones en forma consistente, da la impresión de que nada nuevo bajo el sol entrega este trabajo. Todo cambia radicalmente al ir observando las numerosas fotografías que retratan la procesión que realizó la banda para llegar a Alaska y ser parte de esta celebración. Observar el arte del disco es una invitación visual más explícita que nunca. La misma sensación que cuando alguien te muestra un álbum de fotos de un matrimonio. Y a falta de animaciones, la música juega un papel doble y es aquí donde un trabajo como Wedlock cobra un gran peso y termina siendo uno de los puntos altos de su discografía. La retroalimentación que suponen tener los vinilos, la tarjeta de invitación, el arte del disco y las numerosas fotos que aparecen, es vital para entender su carácter y personalidad, una suerte de documental sonoro, como alguien cita por ahí.

Una banda envuelta en un momento importante para ellos. Disfrutando y siendo parte de un ritual sagrado (para muchos) como lo es el matrimonio, con John Moloney como maestro de ceremonias, entrando en una suerte de trance y conduciendo a las jams a un viaje onírico que no pareciera tener un rumbo fijo.
Cada canción retrata un momento en particular dentro de esta romería. La espontaneidad se hace presente todo el tiempo y quizás este sea otro factor que juega a favor del disco.
Sin ser un derroche de originalidad (refiriéndose a un plano estrictamente musical), Wedlock quizás marca un nuevo giro de tuerca en la cada vez más compleja y difícil evolución musical de la banda. Un producto integral que necesita de todas sus partes para funcionar en forma letal. Quien sabe pero quizás estemos iniciando una nueva era, en que no solo será necesario tener el documento sonoro sino que se requerirá de un complemento visual -que va más allá de un simple arte de tapa y del afán melómano de tener un disco original en vez de una copia en CD-R- para su completa comprensión.

Iván Daguer

Wednesday, January 18, 2006

Reduccionismo: elogio de la restricción

Desde mediados de los ’90 una leve agitación ha sacudido algunos de los dogmas más preciados de la música improvisada y se ha propagado por los centros urbanos. Berlín, Viena, Londres, Tokio y Boston han sido testigos del surgimiento de una nueva camada de músicos que pugnan por extirpar ciertos vicios que el paso del tiempo incorporó de manera permanente en la improvisación, volviéndola poco flexible a las transformaciones históricas de las últimas décadas.

No hay acuerdo sobre la denominación de esta nueva música y las controversias terminológicas distan de haberse resuelto. Fue en Berlín donde surgió el mote de reduccionismo, aunque en gran medida era un sustantivo que le adjudicaban aquellos que se encontraban fuera del movimiento. El término fue defendido durante algún tiempo por Phil Durrant, uno de los protagonistas de esta escena. En Tokio se refirieron a este conjunto de actitudes compartidas, más que de resultados similares, bajo el nombre de onkyo, tal vez en relación con los primeros trabajos de Taku Sugimoto y Tetuzi Akiyama. Lowercase music se debe originalmente a Steve Roden, alude a la música de bajas frecuencias en un contexto algo distinto, pero tiene el problema de que puede aplicarse por igual a la música improvisada y a la compuesta (por ejemplo la de Bernhard Günter). EAI (Electroacustic Improvisation) ha sido propuesto por Dan Warburton, quien la remonta explícitamente a la estética de AMM. Conviene descartar de plano el uso de minimal o minimalismo, demasiado ligado a ciertas concepciones en música y artes visuales con raíces que también retroceden hasta finales de la década del ’60

No todos los músicos que adhieren a esta nueva “cofradía” son jóvenes. Uno de sus ideólogos más viscerales ha sido Radu Malfatti, trombonista que en los ’70 participara de la Brotherhood of Breath de Chris McGregor, una fantástica Big Band que mezclaba integrantes sudafricanos y británicos y se caracterizaba por sus riffs múltiples y simultáneos. Phil Durrant solía ser violinista en la escena de improvisación inglesa de los ’70. Muchos combinan su instrumento con el procesamiento electrónico y profesan una fe inquebrantable en las técnicas extendidas. Otra violinista, Kaffe Matthews, amplifica y procesa el instrumento a través de procedimientos analógicos pero también recurre a las laptops. Una lista incompleta de quienes se encuentran experimentando en las coordenadas reducccionistas debería incluir, además de a los ya mencionados, al trompetista Axel Dörner, a Robin Hayward (su instrumento es la tuba), a un guitarrista como Taku Sugimoto y a ciertos experimentos de otro como Kevin Drumm, al sintetista Thomas Lehn, a Burkhard Beins y Burkhard Stangl, a las nombradas más arriba Andrea Neumann y Annette Krebs, a los austríacos Polwechsel y a algunos de los últimos trabajos del percusionista suizo Günter Müller. Ya hemos hablado también de Sachiko M y cía.

Lo que al principio pudo parecer una brisa de aire fresco, una reacción radical a los abusos de esa vieja escuela demasiado ligada a un tiempo ineluctablemente pasado, corre el riesgo de convertirse en un radicalismo reaccionario que sancione el retraimiento y la retirada de la acción como actitudes aceptables en los albores del siglo XXI.
Una nueva música que se concentra en la escasez y en la privacidad, en los gestos ínfimos -un labio que toca el metal, el aliento que entra en un tubo, la mano que pulsa una cuerda-, y explora los sonidos pequeños, las dinámicas tenues y los silencios profundos. Música que sólo la revolución digital pudo hacer posible pero sobre la cuál no conviene cargar las tintas si los resultados no se demuestran satisfactorios.

Ningún desarrollo tecnológico existe por sí sólo, es el uso que los hombres hacen de las máquinas lo que admite nuestro juicio. De lo contrario, se corre el riesgo de recaer en alguna versión aggiornada del ludismo, un rasgo contradictorio de cierta contracultura que se difundiría más tarde en algunos movimientos ecologistas.

En ciertos aspectos se trata simplemente de la reintroducción de las ideas de Cage en el molde de la improvisación. Sin embargo, muchos han establecido conexiones explícitas con las inflexiones microtonales y los ensanchamientos percusivos de la estética de AMM. Después de todo, la concepción de que cada sonido posee un peso específico -que no existe una clara línea divisoria entre la música, el ruido y el silencio- se conjugaba en los británicos con las técnicas extendidas y las preocupaciones tímbricas. Pero AMM promovía un sonido áspero, duro, casi cruel, de timbres contrastantes en extremo, que funcionaba como la conciencia crítica de una sociedad basada en la miseria global, la represión política y la privación cultural.
La impugnación reduccionista a los elementos idiomáticos de la free music de los ’60 y los ’70 -su desagrado manifiesto por el esquema de acción y reacción, por su locuacidad excesiva, por el virtuosismo instrumental, por el incesante puntillismo asociado a la insect music de grupos como el Spontaneus Music Ensemble, por la cristalización de patrones estrechos de ejecución e interacción- termina por subordinarse a una especie de política de la prescindencia. Si el temor de antaño consistía en que la experimentación colectiva demostrara las limitaciones de la libertad y acabara encubriendo el germen de una nueva tiranía, en la autorrestricción de esta nueva ortodoxia se adivina un peligro más tangible. Para expresarlo en términos lógicos: su repugnancia ante cualquier juicio apodíctico le impide incluso la más leve licencia asertórica. Una falta de compromiso, una reticencia, que se refugia en la relatividad de los valores y constituye un reflejo especular de la irresolución y las vacilaciones contemporáneas.
El mismísimo Eddie Prevost (percusionista de AMM) ha acusado al reduccionismo de estar tan temeroso de expresar algo que eso, en sí mismo, constituye una forma de la tiranía. De ahí también la producción de efectos sónicos siempre similares entre sí que caracteriza a esta tendencia, la falta de diferenciación entre las fuentes materiales del sonido, esas interacciones que cortejan la amabilidad y el sobrentendido y, voluntaristamente, expulsan los conflictos y los desacuerdos del ámbito de la comunicación.
Radu Malfatti lo explica como un intento por resistir a la desolación cultural de un entorno urbano saturado de ruidos e hiperestimulación sensorial, un capitalismo avanzado que nos vuelve proclives al hedonismo y a la aceleración, una sociedad del espectáculo que mercantiliza el deseo y genera estímulos artificiales.
El diagnóstico es conocido, la cura, de lo más debatible. La renuncia a cualquier concepto de totalidad no redimirá al mundo ni servirá para penetrar en su intrincada complejidad. Dice mucho de nuestra incapacidad para comprenderlo, para ponernos a la altura de los acontecimientos, pero no aporta absolutamente nada a nuestra necesidad de intervenir en él.
La introducción de elementos compuestos en la música improvisada que practican muchos reduccionistas señala la retirada última de aquellas intuiciones que distinguían a las vertientes libres del pasado. El retorno a las jerarquías de la notación musical y la tendencia a separar la ejecución de sus condiciones últimas de producción -la idea de que los sonidos son sólo ondas que atraviesan el aire y la subestimación correlativa del contexto total de la performance- destierra la noción de la música como un proceso social y descarta esa dimensión política que alguna vez se consideró autoevidente.

Tuesday, January 10, 2006

Queremos el mundo y lo queremos ya

Si hubiese que reducir las búsquedas de AMM o MEV a una intuición prioritaria, ella es, sin duda, la de la autonomía del momento, en la cuál “las cosas no suceden por ninguna razón en particular ni llevan a ninguna parte”[1] Ya no se considera al tiempo como una secuencia lineal (reproducida en el espacio de la partitura como una sucesión de notas) sino a cada momento como una entelequia, cerrado en sí mismo -con su propia cadena de causas y efectos- pero abierto al disfrute y a las interacciones espontáneas. Una apoteosis del instante, un perpetuo presente que privilegiaba la gratificación inmediata a cualquier renunciamiento o postergación burgueses. Que buscaba trascender incluso la paradoja de esas direcciones contrapuestas –la autoexploración individual y la acción colectiva- bajo la cual discurrían los movimientos sociales de la época. Y que anulaba cualquier voluntad de autorrestricción, como si se creyera que toda limitación hace a la libertad menos libre.

Libertad, en los círculos radicales de la free music, era un concepto ético y político antes que uno meramente estético. Importa poco si el ámbito en el que se la procuraba era privado y exclusivo, como en AMM, o público e inclusivo como en MEV. Después de todo, la prosecución de un ideal de la música que a muchos le parecía inexpresable y hasta irrealizable delataba la precariedad de la existencia humana. Una sentencia de AMM rezaba “no hay garantías de que las realizaciones definitivas puedan existir” Y otra: “el fracaso continuo en un plano es la raíz del éxito en otro”.

Optimismo de la voluntad, pesimismo de la razón. Una ética de la inmediatez y la espontaneidad que se asemejaba a lo impredecible de nuestra existencia cotidiana. Un proceso de aprendizaje donde primaba la experimentación antes que el resultado. Un breve lapso de tiempo donde el sueño vanguardista de acercar el arte a la vida pareció confluir con el ideal democrático de una comunicación universal y con la utopía revolucionaria de una sociedad igualitaria.

Esta idea radical de libertad obtendrá un último refugio en la improvisación asociada al rock experimental en la Europa de los años ’70. Desde el Spela Själv (tócalo tú mismo) de bandas suecas como Träd Gräs och Stenar y Archimedes Badkar hasta la recepción del free jazz americano en Francia (en particular, el éxito insospechado del Art Ensemble of Chicago en París), que influirá a músicos como Gilbert Artman (Lard Free, Urban Sax), Jacques Berrocal, Jean Francois Pauvros y a grupos pioneros como Red Noise, Ame Son o las bandas del sello Futura (Semool, Horde Catalytique pour la Fin, Mahogany Brain). En Alemania se asociará a grupos como Anima, Annexus Quam o Limbus 3 y 4 con el rock cósmico por entonces reinante. Y en Italia, una banda como Area sintetizará el sentimiento comunal de los festivales al aire libre con la experimentación, que en un disco como Maledetti extremarán en el sentido de la improvisación más abierta. El sueño durará unos años más en el país mediterráneo pero concluirá abruptamente con el fracaso del Festival de Parco Lambro en 1976. Allí quedará claro que la “comunidad”, en cualquier sentido real del término, se ha esfumado por completo.

[1] Frederic Rzewski. Little Bangs: A Nihilist Theory of Improvisation, en Christoph Cox and Daniel Warner (Eds.) Audio Culture: Readings in Modern Music. Continuum, New York and London, 2004. p. 269.

Tuesday, January 03, 2006

En los sueños comienzan las responsabilidades

Señalaba Michael Nyman en 1974 que para los grupos de la llamada improvisación electrónica en vivo –los británicos de AMM, los expatriados americanos en Roma agrupados en MEV (Musica Elettronica Viva) y los japoneses de Taj Mahal Travellers, dicha improvisación “no era un mandato para la autoindulgencia”.[1]
Atrás quedaban las reservas de los pioneros ante la tecnología. A partir de los sixties la extensión del rango de los instrumentos se convertiría en un imperativo. Ya fuese por medio de micrófonos de contacto, procesamientos como el delay, distorsión, filtros y anillos de modulación, pedales multiefectos o, ya más cercano en el tiempo, conexiones MIDI a samplers, generadores de sonido y software de computadoras, lo cierto es que la búsqueda de técnicas nuevas y heterodoxas, la investigación de nuevos sonidos y materiales, estaban a la orden del día. Cuenta Alvin Curran (uno de los miembros de MEV) que:

Nos encontrábamos ocupados soldando cables, micrófonos de contacto, y hablando sobre circuitry (sistema electrónico de circuitos) como si fuera una nueva religión. Al amplificar los sonidos del vidrio, la madera, el metal, el agua, el aire y el fuego estábamos convencidos de que habíamos penetrado en las fuentes de las músicas naturales de “todo”. De hecho, estábamos haciendo una música espontánea de la que bien podía decirse que no provenía de “ningún lado” y estaba hecha de la “nada”. En cierto modo, todo era motivo de maravilla y una epifanía colectiva.[2]

El desarrollo de las técnicas electrónicas de amplificación imponía el mandato de escuchar al mundo con oídos renovados, de descubrir esos pequeños sonidos que persisten más allá de la cacofonía de la sociedad moderna. La conexión con el pensamiento de John Cage es tentadora. Su concepción del universo como una inmensa caja de resonancias era conocida. Y muchos han querido ver las exploraciones de AMM, MEV y cía. en una línea sucesoria que remontan a los primeros atisbos de indeterminación en las composiciones del propio Cage y de Christian Wolff. Incluso la presencia de Cornelius Cardew en AMM, en el mismo momento en que trabajaba en el monumental Treatise –un extenso sistema de signos visuales donde los sonidos no se especifican en modo alguno- amerita la comparación.[3]

No obstante, ciertos parecidos de familia no deberían ocultar las enormes diferencias. AMM abrazaba la improvisación como una especie de principio regulador que a través de la música se extendía a sus propias vidas cotidianas. Y no es un dato menor que prescindieran de toda partitura o sistema de notación, incluido el gráfico. Los integrantes de MEV, sin ser tan reacios a las formas compuestas, dinamitaban cualquier legado académico en un conjunto de rituales improvisados bautizados con el nombre de Soundpools, donde invitaban a la audiencia a sumarse, en una orgía de creatividad espontánea. Y Taj Mahal Travellers, con ese nomadismo impenitente que los conducía a playas solitarias o colinas inaccesibles, procuraba trascender el instante a partir de la revelación de los procesos secretos del mundo físico.

Nada más ajeno a la pasividad zen de Cage, a su reiterado disgusto por la posibilidad de que la voluntad y la acción humanas impusiesen sus derechos a la creación. La agitación cultural de los ’60, su efervescencia política y social, no se llevaban demasiado bien con el trascendentalismo levemente libertario, la inercia manifiesta, que traducen las preocupaciones de este entrañable profeta de la experimentación. Habría que esperar otras tres décadas para que la historia le concediera una módica revancha.

[1] Michael Nyman. Experimental Music: Cage and Beyond. Usamos aquí la reimpresión de 1999. Cambridge University Press. Cambridge, UK. p. 126. Eran muchos los que por entonces incorporaban la producción de sonidos electrónicos a sus presentaciones en vivo. Una lista provisoria debería considerar al ONCE Group, Sonic Arts Union, Music Improvisation Company, Gruppo de Impprovisazione Nuova Consonanza, New Phonic Art, Anima y, algo más tarde, a los suizos de Voice Crack, entre varios otros.
[2] Alvin Curran. Writings through John Cage’s Music, Poetry, + Art. Citado en Toop, op. cit., p. 232.
[3]Cornelius Cardew trabaja en el Treatise entre 1963 y 1967. Compositor por formación –estudió en la Royal Academy of Music hasta 1957 y llegó a participar de algunos cursos de Stockhausen en Darmstadt-, su obsesión por entonces era la de librarse de la camisa de fuerza de la notación tradicional. En 1965 ingresa a AMM y descubre el territorio virgen de la improvisación, concepto ante el cual los compositores de la época, y en particular John Cage, se mostraban bastante reacios. La primera ejecución de una parte de su Tratado fue en Junio de 1964. El intérprete, Frederic Rzewski, quien un par de años más tarde confluiría con Alan Bryant, Alvin Curran, Richard Teitelbaum, John Phetteplace y otros en Musica Elettronica Viva.