Sunday, May 07, 2006

Polifemo en el ojo del huracán (última parte)


14- La fuga que eligió Lebón fue explícita. Hubo otras más sutiles. Raffanelli prefirió refugiarse en la música de fusión. Los tiempos habían cambiado hasta lo indecible. La explosión de la progresiva hacia el ’76 acompaña el desgarramiento social de una década que vio crecer y desarrollarse al rock argentino en el marco de un proceso político siniestro. No fue un nuevo despertar, como se dice con frecuencia. Fue su canto de cisne. Y remite a un paralelismo atroz con la clausura de toda vida digna bajo la dictadura militar.
No queremos insinuar con esto escapismo o complicidad alguna entre rockeros y uniformados. Algo de eso ocurriría con cierta desafortunada “alianza” durante el Festival de la Solidaridad Latinoamericana un lustro más tarde. En 1976 se trataba de un problema bien distinto. Se había vuelto peligroso seguir el consejo de Pajarito Zaguri: alzar la voz acarreaba consecuencias irreversibles. ¿Cómo aprehender la desmesura de la represión de Estado?

Durante los primeros años de la dictadura el rock nacional pareció teñirse de silencio. En un viejo número de Esculpiendo Milagros interpretamos ese silencio como una renuncia. Nobleza obliga, hoy debemos admitir que esa explicación era demasiado simplista, poco atenta a las complejidades de la dialéctica histórica. Seguimos sin compartir las alabanzas a la supuesta resistencia cultural del movimiento. La idea misma de movimiento nos parece un tanto espuria. Hubo una resistencia sí, pero mucho más subliminal y mediada que la que dan por sentada las descripciones usuales.
No sabemos a ciencia cierta el grado de conciencia que tenían los rockeros acerca de asesinatos y desapariciones durante el primer y oscuro bienio del Proceso. La sociedad estaba aletargada y el espanto se maquillaba a través de la cobardía indescriptible de los medios masivos y la censura. El rock se retrajo en sí mismo y la progresiva fue la banda de sonido de ese retraimiento. Hubo, en resumidas cuentas, una mutación del sentido. El hermetismo se adueñó de la escena y los acontecimientos vinieron cifrados en letras crípticas, largas progresiones instrumentales y alianzas peculiares con el tango y el folclore. Nada que el mundo no hubiese experimentado un lustro antes. Pero la asimetría histórica y el aislamiento geográfico dotaron a la progresiva argentina de señas de identidad particulares. Ensayó una réplica, todo lo mediada y parcial que se quiera, frente a la gravedad de la coyuntura. Réplica que se convirtió en súplica: déjennos existir en nuestro aislamiento común.
Quizás no haya sido la mejor. No fue política en el sentido lato del término. No podía serlo. Pero pareció la única posible para una parte considerable de nuestra generación.

15- Un recital en el Luna Park a mediados de año, con Pappo como invitado, fue a la vez presentación ante el gran público y despedida para Polifemo. El segundo disco los encuentra ya disueltos. Rinaldo se ocupa de la mezcla y de los arreglos sin la ayuda de los demás integrantes.
La esquizofrenia se reinstala, esta vez entre la lírica devocional de Lebón y el jazz rock en el que pretende abstraerse Raffanelli. Admitamos que la abundancia de loas al Señor que cuela David en “Viene del sol” y “Dualidad” se torna un tanto fastidiosa. Es en la concepción instrumental, en la composición y desarrollo de los temas donde se produce el milagro.
La placa despliega buen gusto: el provechoso abuso del flanger en “El sueño terminó”, los toques de melotrón aquí y allá, la urgencia de “Trópico de Cáncer” y un Raffanelli en gran forma, exprimiendo su instrumento al máximo. Los cambios bruscos de ritmo, el contraste entre períodos calmos y tormentosos, los contrapuntos de teclados y guitarras y una base rítmica endiablada, con ciertos aires latinos, hacen del disco negro de Polifemo (así llamado porque la tapa consistía en un ojo humano sobre fondo negro) un clásico menor.
Es también un documento de época en más de un sentido. En primer término, las partes instrumentales remiten a la música de fusión que invadía al país por entonces. Más de una guitarra suena a lo Al DiMeola, el bajo promueve extravagantes riffs que se sitúan en algún punto entre Jaco Pastorius y Stanley Clarke. Las tumbadoras definen un ámbito que va del percusionista de Santana al de Weather Report. Y la sombra de Return to Forever se desplaza por doquier.
En segundo lugar, Polifemo II atestigua la creciente abstracción de la llamada música urbana. En un país donde los cuerpos desaparecen sin noticia alguna, son torturados con saña, tirados al río o enterrados bajo una flamante autopista, se torna insoportable asumir que, en última instancia, constituyen la prueba irrecusable de nuestra vapuleada naturaleza humana. Admitir el hecho de que todos compartimos uno nos acerca a los militares, nos hace miembros de la misma especie. Y lo que es peor, nos torna vulnerables ante su locura homicida. La ofuscación del rock ante la música disco tiene aquí una justificación menos endeble que la que apela al mero prejuicio de época. Ayudada, claro, por el machismo que supieron profesar nuestros rockeros más egregios (y Polifemo no fue la excepción).
La mente, en cambio, puede perderse en laberintos sin fin, sustraerse -en ocasiones con éxito- a la propaganda incesante del régimen. Por eso el rock nacional se codea con lo abstracto por esos años, se transforma en un ghetto para entendidos, define complicidades en acordes tortuosos, conceptos metafísicos e ilustraciones surreales (como las de Little Nemo que aparecían con puntualidad suiza en las páginas de la Expreso Imaginario). Este derrotero es también el de Polifemo, olvidado de su rock’n’roll bien concreto para abrazar las circunvalaciones etéreas del jazz rock.
Por último, el carácter póstumo del disco habla claro y fuerte del cul de sac que aqueja al rock nacional hacia 1977. Los rumores de crisis resuenan en los oídos con más fuerza que nunca y la prensa advierte en cuerpo catástrofe sobre “la muerte del rock argentino”. En cierto modo, el anuncio sería premonitorio.

16- Lo que se resquebrajó en esos aciagos días del ’77 fue el mito hermoso de la comunidad. Nunca real, siempre imaginaria, sirvió durante una década para que un puñado de almas se sintiera perteneciente a un supuesto movimiento que adoptaba su identidad confusa de una exégesis deformada de la contracultura. Ahora, los grupos se desbandaban, los músicos se iban y los que se quedaban yacían encerrados con sus fantasmas más temidos. Triste, solitario y final, nuestro rock se refugiaba en los márgenes. A apenas un año de la postulación de una nueva música urbana, se retiraba a las provincias o sobrevivía en pequeños colectivos como el de MIA (Músicos Independientes Asociados).
¿Las almas repudian todo encierro? La época no corrobora la hipótesis optimista de Spinetta. La balsa naufragaba sin remedio. Con la progresiva se llegaba a la cumbre y se comenzaba la caída en un mismo estímulo que sellaría la suerte del rock argentino en lo venidero. Como con Polifemo, su triunfo (en términos musicales) prefiguraba su agotamiento. Desde entonces nada sería igual, (casi) todo sería peor. La consagración post-Malvinas no hizo más que sancionar el exterminio que estaba en gestación.
No es verdad que el rock resistió a la dictadura. El Proceso lo aniquiló sin necesidad de asesinar a sus portavoces. En términos estéticos, lo llevó a una aceleración de ideas que estallaron en un lapso brevísimo y secaron la cosecha para las dos décadas siguientes. Había que intentarlo todo porque tal vez no hubiera mañana. En el aspecto social, lo puso a la defensiva, lo condenó al repetido artilugio de la comunión recitalera. Leer allí una resistencia combativa es un poco demasiado. Se trató apenas de gestos de reprobación.
Finalmente, el paso del tiempo y el avance del mercado lo despojarían de toda consistencia y lo convertirían en esta entidad híbrida e inofensiva que es hoy.

FIN

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