Monday, December 17, 2007

A propósito de la reedición en CD del Anabelas de Bubu


Anabelas es, por derecho propio, uno de los mejores discos que produjo esa efervescencia cultural que muchos gustan llamar rock nacional. Su infortunio consistió en haber surgido en el tiempo y el lugar equivocados. La Argentina desangrada de 1978 no era un sitio precisamente afín a los experimentos radicales.

Ciertas señas particulares distinguían a Bubu de sus pares contemporáneos. En primer lugar la instrumentación, que agregaba varias clases de flauta, saxo tenor y violín a los elementos rockeros de rigor (guitarra, bajo y batería), generando una paleta tímbrica mucho más amplia que la mayoría de los artefactos progresivos autóctonos del período. Aún más importante, las partes estaban cuidadosamente compuestas por Daniel Andreoli, verdadero artífice de lo que aquí se escucha. Que los grupos trabajaran con partituras era casi impensable para buena parte del rock argentino de la época. Eso promovió a su vez un proceso formativo opuesto al de otras bandas: primero se escribió la música y luego se buscaron cuidadosamente los intérpretes.

No obstante, es precisamente su música la que coloca a Bubu en un nivel diferente al de otros exponentes de nuestra tradición progresiva. Andreoli cita a King Crimson como su principal influencia de entonces. Pero en los tres extensos temas que conforman el álbum escuchamos bastante más que los escarceos de Robert Fripp en Larks’ Tongues in Aspic. El sonido general era lo más parecido a una banda de RIO (Rock in Opposition) que se hubiera concebido hasta ese momento en Buenos Aires. Mérito que se agiganta si consideramos que eran contemporáneos. Algunos pasajes flirtean con el klezmer, cosa tal vez inconsciente aunque previsible, dado el contexto bajo el cual se crió el compositor. El saxo de Wim Fortsman corteja por momentos ciertas entonaciones características del free jazz. Y el comienzo mismo del disco sería impensable si no recurriéramos a semejante etiqueta. Otros fragmentos delatan un aire de familia con la progresiva italiana, característica ésta que se hallaba bastante extendida en la escena nacional, aún cuando la mayoría de los músicos argentinos no supiera demasiado acerca de la existencia de Banco del Mutuo Soccorso, Il Balletto di Bronzo, Le Orme y hasta los más conocidos Premiata Forneria Marconi (PFM).

Un punto discutible quizás sea la voz, con un Petty Guelache que debió reemplazar de urgencia a Miguel Zavaleta (quien abandonó el grupo poco antes de la grabación del disco) y recuerda demasiado su paso por el período intermedio de Orion’s Beethoven. Hay también un fragmento rockero, donde parece inmiscuirse el Polifemo de “Suéltate rock’n’roll”, que desentona por completo con el resto del álbum.

Pero en términos generales, la composición es impecable, muestra una fuerte ascendencia clásica -con elaboraciones, variaciones y recapitulaciones de motivos y líneas melódicas típicas de la herencia occidental- y hace del contrapunto entre los instrumentos su rasgo más distintivo. Las transiciones delicadas conviven con los cortes abruptos y dotan al conjunto de un acentuado dramatismo. En definitiva, una placa que, más allá de mis cambios de humor, siempre aparecerá en cualquier top five de grandes discos del rock nacional que se me ocurra imaginar.


La reedición, a cargo de Alfredo Rosso, es de un sonido sensiblemente superior al de las copias ilegales que hasta hace poco circulaban por ahí. Originariamente, Anabelas apareció en 1978. Quienes no lo escucharon en su momento ahora tendrán la oportunidad de descubrir un disco que, como los buenos vinos, mejora sensiblemente su sabor con el paso del tiempo.

Secta sónica


Tuve ocasión de presenciar alguna de las sesiones que, allá por Agosto/ Septiembre de 2004, dieron origen a Connector. Con el producto terminado, sorprende el considerable trabajo de mezcla y edición del polaco Zbigniew Karkowski, exitoso a la hora de transformar el caos sónico del material de base en ruido organizado. Las tres partes que constituyen “Combiner” exploran frecuencias aún más extremas de aquellas a las que nos tenían acostumbrados músicos tan heterodoxos como Alan Courtis, Pablo Reche y Jaime Genovart (aka Audio das poly). “Intransitive”, una colaboración entre Jorge Haro y el propio Zbigniew, comienza en un registro diferente, un contrapunto más recatado entre ambos hasta que al promediar, el tema explota en esas masas de ruido blanco sostenidas con una especie de delay. El efecto de repetición le concede a ese continuo sónico una cualidad rítmica peculiar, una suerte de minimalismo hecho de módulos de puro noise en lugar de notas. A su vez, “Outage” es un extenso track de 40 minutos que se despliega a través de variaciones continuas de intensidad. En definitiva, un disco que demuestra una fuerte influencia de Karkowski, más ligado a su propio universo sonoro que al de estos músicos argentinos que, cuales corteses anfitriones, le cedieron completa libertad en las tareas de posproducción. No apto para los débiles de corazón.


Connector es un disco atribuido a Karkowski/ Courtis/ Genovart/ Haro/ Reche. Salió en el 2006 por el sello Musica Genera.

Thursday, December 06, 2007

Convocatoria a los músicos experimentales argentinos

Como algunos ya sabrán, el último año y medio hemos estado organizando, junto con mi buen amigo Daniel Varela, un archivo de música experimental argentina, tarea que nos encomendó el CCEBA (Centro Cultural de España en Buenos Aires) La idea consiste en reunir la mayor cantidad posible de registros en un solo lugar -el propio CCEBA- para que en el futuro un público más amplio pueda tener acceso a una serie de materiales que, hasta ahora, sólo habían circulado de mano en mano y formaban parte de colecciones privadas. Estamos en proceso de catalogación de una serie de documentos en los formatos más variados: CDs, CD-Rs, cassettes, vinilos (LPs, EPs y singles, VHS, DVDs, DVD-Rs, libros, prensa gráfica y partituras); documentos que son escuchados o leídos, clasificados (artista, título, sello y lugar de edición, formación de los ensambles, género/s, comentario del disco en cuestión, etc.) y traspasados al final del proceso a una base digital de datos que se agranda con el paso de los días.
Vale la pena explicar aquí el concepto de música experimental que estamos utilizando, amplio pero con ciertas restricciones particulares. Partimos de una tradición que, en gran medida, se ha desarrollado a partir de la irrupción de John Cage y cía. en el ámbito de la música contemporánea. En principio nos interesan géneros y formas que, de alguna manera, funcionen a contrapelo de la herencia modernista en la música del siglo XX. Esto deja fuera del archivo cosas más ligadas a la electroacústica, el serialismo integral y las tendencias de corte más académico. Prestamos particular atención, en cambio, a los modos híbridos que cruzan la experimentación con ciertos campos de la música popular: el jazz, el rock, el folklore, el tango y algunos tipos de electrónica (aunque no sus manifestaciones más bailables). Un catálogo parcial de nuestros intereses abarcaría toda clase de improvisación, buena parte de la composición e improvisación actuales con medios electrónicos, el noise, cierto jazz y rock experimental de los ’70 en adelante, Fluxus, partituras gráficas, drones, formas étnicas no tradicionales, reduccionismo y técnicas extendidas, sound art, soundscapes y esculturas sonoras, intervenciones urbanas, radio plays y hörspiel, cinema pour la oreille, cierto folklore híbrido (del tipo de las folclorsessions de Eduardo Lagos), música concreta y found objects, poesía sonora, composición no académica y unas cuantas cosas más que ahora no acuden a muestra memoria.
Si bien ya hemos contactado a muchos músicos (ya sea que vivan aquí o se encuentren radicados en el extranjero) y aún tenemos una extensa lista de otros que nos falta contactar, somos conscientes de que hay mucha gente haciendo cosas interesantes por ahí que probablemente no conozcamos. Por ende, aprovechamos este espacio para convocar a todos aquellos que estén interesados en participar del proyecto y ceder material para el archivo. Muchos ya lo han hecho (calculamos que más de cien) y a ellos les enviamos nuestro profundo agradecimiento por el entusiasmo y la buena onda demostradas. A otros les pedimos disculpas por no habernos comunicado todavía. Estamos a mil pero lo haremos en el tiempo más breve posible.
Sabemos que no podemos forzar a nadie a ceder material pero nos gustaría que el archivo fuera lo más extenso y serio posible. La cesión es gratuita (jamás obtendríamos presupuesto para pagar todos los materiales), para difusión exclusiva en el CCEBA (o, eventualmente, en alguna otra institución pública que demuestre interés) y, por supuesto, todos los derechos de propiedad y circulación comercial de las obras siguen perteneciendo a sus autores. De lo que aquí se trata es de un uso similar al que se hace de los libros en una biblioteca. Aclaramos nuevamente: NO HAY NINGUNA PRETENSIÓN DE COMERCIALIZAR EL MATERIAL. El proyecto está concebido a la manera de una curaduría, como la exhibición de ciertos artistas o tendencias en los museos y las galerías. Por eso se está preparando un catálogo con información de todos los participantes y descripción de sus obras. Pero pretende funcionar, en última instancia, como un centro de documentación acerca de esa riquísima y bastante expandida tradición experimental a la que, lamentablemente, no se le concede mayor atención en nuestro país. Una base para poder luego, por fin, emprender la tarea de su reconstrucción histórica. En relación con esto, estamos montando también un archivo de entrevistas orales que resuelvan, de manera parcial, la ausencia de documentación escrita.
Quienes estén interesados en participar pueden comunicarse vía mail, escribiendo a esculpiendo@gmail.com o dejar su dirección de mail en los comments. Toda colaboración será inmensamente apreciada.

Norberto Cambiasso
Daniel Varela

Tuesday, November 27, 2007

Factor Burzaco. Cómo acariciar a un tigre muerto (aka: quitándole el moho al rock nacional)



¿Luciano Berio pasado por Henry Cow? Tal fue mi primera reacción cuando Abel Gilbert, compositor e ideólogo de Factor Burzaco, tuvo a bien alcanzarme una copia del disco. Nada te prepara para lo que aquí se escucha. Hubo que esperar al 2006 para que nuestro país produjera el ejemplo más cercano a una etiqueta -RIO (Rock in Opposition)- que antes que describir un estilo específico, sirve para articular cierta aproximación compartida a una forma de entender el sonido. Un grupo de rock (guitarra, bajo, batería, piano y voz) y una orquesta de músicos invitados (flauta, oboe, violín, violoncello, saxos varios, dirigida por Marcelo Delgado) contrayendo unas improbables pero convincentes nupcias entre el pop y la música contemporánea. Todo bajo la atenta mirada del propio Abel, encargado de la composición y los arreglos.
Semejante disposición genera un disco que se adapta con idéntica facilidad a los contrastes y a las confluencias, un disco que cuestiona los límites y desprecia las limitaciones. Sólo quienes ignoren las riquísimas tradiciones de la improvisación y el rock experimental europeos de los ‘70 podrán endilgarle esos aires posmodernos de rigor. Nada sería más desencaminado. Parece haber en FB una aspiración consciente a conectar con un linaje de innovadores (de Messiaen a los últimos Beatles, de Frank Zappa a la Nouvelle Musique) que no temían a las ambiciones musicales desmedidas ni se arredraban ante las dificultades. Esa sensación, tan típica del decenio ‘67- ‘77, de que todas las posibilidades estaban abiertas, un sentido de la excitación y el descubrimiento continuos, la alegría del hallazgo novedoso y la conciencia optimista de su facilidad para llevarlo a cabo. Es éste el principal mérito que respira cada una de las canciones de FB y se agiganta en cuanto asumimos que aquellos fueron tiempos que no volverán jamás.
De ahí que no peque de arbitrariedad excesiva si sugiero que el rasgo más distintivo del álbum es el de permanecer en un estado de fluidez constante (si se me permite el oxímoron). “Lo único que permanece estable es el cambio”, solía repetirle a sus estudiantes el pionero de la sociología norteamericana Robert Ezra Park. Y la música de FB traduce a la perfección ese postulado. Lo hace en la naturalidad de las transiciones -entre momentos rockeros y orquestales, entre lo eléctrico y lo acústico, entre lo “culto” y lo “popular”- que se suceden sin solución de continuidad en el seno de una misma canción; en la fascinación un tanto extenuante de la voz de Carolina Restuccia, que pugna sin descanso por llenar todos los espacios con un repertorio inagotable de registros expresivos; en el piano de Esteban Saldaño, que desmiente su ascendencia rockera para incorporarse a los desarrollos camarísticos, y en el manejo desde la consola de planos, efectos y procesamientos que redimensionan un sonido cuya dificultad explícita logra, no obstante, que se acumulen unas cuantas melodías memorables.
Fluidez que se extiende también a la lírica de José Brindisi, con esas alusiones un tanto crípticas, esos desplazamientos continuos entre las tres personas del singular o cierto tono impersonal repleto de infinitivos que, en una primera escucha, uno supone subjetivos y privados aunque, con el correr del tiempo, y tal vez con algún abuso interpretativo de mi parte, el rompecabezas empiece a convertirse en un modo muy sutil, muy subrepticio, de nombrar ese desgarramiento (sordo pero objetivo) que agitó a la Argentina de los ‘70 y que algunos cuarteles y comisarías pretenden eternizar.
Resta por último la elección del barrio, un Burzaco del olvidado sur de Buenos Aires al que pertenecen los miembros de la banda, al que probablemente también aludan las letras y al que se convierte en la cifra de un universo imaginario de consecuencias bien reales. Un registro que se ubica en las antípodas del rock chabón y demuestra que existe otro modo, más elegante tal vez, pero no menos comprometido con la realidad, de mencionar aquello que nos importa y nos constituye como habitantes de este país incorregible. Porque en ocasiones, un terreno baldío, las vías abandonadas del tren o un viejo galpón enmohecido bien pueden equiparase a un mundo.

PD: Factor Burzaco apareció el año pasado en una edición privada y acaba de ser reeditado por el sello BUE. No dejen pasar esta nueva oportunidad. Confío en que la mayoría no se arrepentirá.

Monday, November 19, 2007

Las vidas siempre renovadas del "Treatise" de Cornelius Cardew


Por estos días, Keith Rowe y Toshimaru Nakamura se encuentran dando vueltas por Buenos Aires. Ayer tocaron junto al argentino radicado en Berlín Lucio Capece en el Centro Experimental del Teatro Colón y mañana a las 19.30 hs. harán lo propio en el Auditorio del Conservatorio Superior de Música de la Ciudad de Buenos Aires. Para la ocasión, el trío se convertirá en sexteto gracias a la presencia de otros tres músicos argentinos: Gabriel Paiuk, Sergio Merce y Zelmar Garín. El motivo merece nuestro aplauso ya que implica una rara oportunidad de presenciar en nuestro país la ejecución del Treatise del compositor británico Cornelius Cardew: una monumental partitura gráfica de 192 páginas que data de 1967, se inspira en el Tractatus Logico Philosophicus del filósofo Ludwig Wittgenstein y constituye un clásico indiscutible de la indeterminación musical. Con motivo de semejante acontecimiento, el propio Rowe dará una conferencia antes del concierto refiriéndose a dicha obra en particular. La cita será a las 17.30 hs. en Sarmiento 3401 (esquina Gallo), con entrada libre y gratuita.
Nadie más autorizado que Rowe para hablar del tema puesto que compartió junto a Cardew los años iniciales del grupo AMM, experiencia que influyó tanto en la composición de Cardew como en el peculiar concepto y tratamiento de la guitarra preparada y la electrónica en vivo que caracteriza la actual obra de Rowe.
La asociación de este último con Nakamura (quien manipula el feedback interno generado por una consola de sonido) se remonta al interés compartido por ciertas tendencias de la improvisación que explotaron en la década del 90 y a las que los críticos suelen referirse como reduccionistas u onkyo music. Muchos de ellos consideran a AMM como el antecedente egregio de las mismas aunque, a mi modesto entender, se encuentran a años luz de distancia de las concepciones improvisatorias de los años 60s. No es éste momento ni lugar para abrir una polémica al respecto. Me permito apenas sugerir que el concierto-conferencia de mañana bien puede ser el evento del año en una escena experimental argentina que, sin apoyo oficial, con el desprecio de la prensa mainstream y la devaluación del peso como telón de fondo, no deja de crecer y consolidarse en un circuito que hace del boca en boca la forma privilegiada de comunicación.
Quienes no puedan concurrir consideren la posibilidad de hacerse presentes el miércoles a las 21 hs. en la Sociedad Odontológica de La Plata (Calle 13 n° 680 entre 45 y 46). Allí serán de la partida Nakamura, Merce y Capece junto a Alan Courtis y el colectivo de improvisación E°.

Monday, October 29, 2007

Chris Corsano en Buenos Aires


Tuve oportunidad de ver a Corsano por primera vez en el 2002, en una mítica sesión en el club Tonic junto a Paul Flaherty, Wally Shoup y Thurston Moore. Una ruidosa improvisación que el sello Leo Records inmortalizaría en CD al año siguiente. No sabía entonces que lo vería en otras ocasiones, con Sunburned Hand of the Man y Six Organs of Admittance, entre las que recuerdo. Y es que Corsano es sin duda uno de los bateristas más movedizos de la escena actual, con más de cincuenta discos en su haber. Ahora se encuentra en Buenos Aires, con motivo del desembarco de la islandesa Björk en nuestras tierras.
Aquellos que se resistan a pagar los extorsivos precios del concierto de la ex Sugarcubes, pueden consolarse dándose una vuelta por cierto lugar de San Telmo que los organizadores mantienen en secreto debido a lo limitado del espacio. Allí se presentará Corsano el martes 6 de noviembre(tipo 20.30hs.) junto a Alan Courtis y la Agrupación Eº, un colectivo de improvisación platense formado por Cristian Carracedo, José de Diego, Leandro Barzabal y Mauricio Blanco. Los interesados deberán enviar un mail a clubascorbico@gmail.com para hacer la reserva y develar el misterio de la localización. Y puedo dar fe de que saldrán ganando, con una performance que promete intensidad y que no nos condenará a ver la diminuta figura de Björk en una pantalla, a cien metros del escenario, después de haber pagado fortunas por su recital. Por supuesto, el del martes próximo será el lado extremo, improvisatorio y marginal, de ese otro evento mainstream que seguramente servirá apenas para confirmar que hace ya largo rato que el pop pasó de la agonía de los últimos tiempos a un estado de coma terminal. Olvídense de Björk y de todo el maldito negocio del rock y déjense llevar por la asombrosa capacidad inventiva de uno de los mejores bateristas de la nueva generación.

Friday, October 12, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (una conclusión parcial)


7- Es sabido que el desarrollo de la mayor parte del arte contemporáneo discurrió por los carriles que Fried tanto había temido. En ese sentido, su crítica puede ser leída como la agónica defensa de un modernismo que pronto se vería atacado desde todos los flancos. No obstante, persiste una dificultad que supo identificar muy bien. Con el desplazamiento de los criterios artísticos a ciertos atributos externos a la obra en sí -la posición del espectador, la modificación de la luminosidad en el ambiente, el espacio intersticial entre las diversas disciplinas- ¿cómo garantizaremos ahora la validez universal de los juicios de valor estéticos? La crítica moderna ofrecía una respuesta inequívoca, inspirada en una interpretación específica de la tercera crítica kantiana: cualidad y valor eran inherentes a la esfera autónoma del arte y cada disciplina (pintura, escultura, música, poesía, literatura) ejercía sus propios criterios, basados siempre en la comparación con las grandes obras del pasado.
En la nueva situación las variables son tantas que el “buen ojo” que practicaban Greenberg y Fried permanece apenas como el vetusto monumento de un pasado superado.[1] Pero el relativismo tan en boga en nuestros tiempos no alcanza a ocultar el hecho de que la crítica actual sigue dilapidando juicios de valor como si nada hubiera cambiado. El problema consiste en que ahora se nos escamotean sus fundamentos. Si, como desea tanto posmoderno suelto por ahí, renunciamos a cualquier criterio objetivo en pos de un pluralismo un tanto intangible, la empresa crítica y el arte en general habrán dilapidado lo único capaz de mantenerlas en pie: la apreciación reflexiva y argumentada acerca del esfuerzo de alguien que decide una intervención concreta en nuestra conflictuada realidad porque considera que tiene algo que decir. Lo demás es cuestión de marketing y de mercado, de relaciones públicas e institucionales. Un nuevo packaging para un narcisismo tan viejo como el mundo.

[1] El libro de Arthur Danto: Después del fin del arte: El arte contemporáneo y el linde de la historia. Paidós, Bs. As., 2003 constituye un buen intento por establecer las diferencias entre el arte contemporáneo y la tradición modernista. Danto lee al modernismo como la última gran narrativa. Por ende, nos encontraríamos en la actualidad en un estadio poshistórico. El atributo fundante del nuevo arte consiste para él en su capacidad para legitimar las estrategias más diversas, cosa que contrasta con la estética fuertemente prescriptiva de un Greenberg. De hecho, todo el texto puede leerse como una gran polémica con el eminente crítico norteamericano, explícita en particular en su capítulo cuatro. La característica esencial de la estética contemporánea sería entonces su pluralismo, en una definición que recuerda a la que Lawrence Alloway daba del arte pop como “un espléndido pluralismo de las formas”. De hecho, es en el pop donde Danto sitúa la ruptura. Sin embargo, aún cuando no dudaríamos en compartir su idea de que ya no podemos medir una obra de arte meramente por su estatuto diferente en relación con los objetos cotidianos y que la distinción entre arte y realidad ya no descansa en elementos puramente visuales, nada nos dice acerca de los nuevos criterios a aplicar en la valoración de las obras de arte actuales, con independencia de cómo se las quiera interpretar.

Saturday, October 06, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (IV)


5- El minimalismo rompió con este espacio trascendental del arte modernista por el mero expediente de complicar el espacio empírico. Nadie emprendería semejante tarea con mayor determinación que Robert Morris. Su Untitled (Three L-Beams) de 1965 consistía en tres vigas iguales en forma de L ubicadas de tres modos diferentes en el espacio de la galería: una recostada, otra sentada y la tercera boca abajo sobre sus dos extremos. El espectador debía reconciliar la percepción de sus diferencias accidentales con el hecho de que sus naturalezas eran idénticas. Una oscilación, tal como la describía el propio Morris, entre “la constante conocida y la variable experimentada”.[1]
La obra arrancaba al espectador del espacio trascendental y lo situaba en el aquí y ahora de la percepción. No se trataba ya de las propiedades formales del medio sino de las consecuencias perceptuales de la intervención en un sitio dado. Cuando nos desplazamos de los intereses “no relacionales” de Judd a los fenomenológicos de Morris, una escisión parece producirse en el propio seno del minimalismo. La voluntad de que los objetos estéticos adquieran una suerte de autosuficiencia –impulsando así el credo modernista hasta sus extremos- se sustituye por una apreciación de tales objetos definidos por sus condiciones ambientes. La nueva estrategia consistirá en “extraer las relaciones de la obra y convertirlas en una función del espacio, la luz y el campo de visión del espectador”.[2]
De esta manera, el estatuto ontológico de la obra artística -un presupuesto sacrosanto para la tradición moderna- cedía paso a las condiciones fenomenológicas de la experiencia. Mucho tenía que ver en esto el rol redescubierto del público. En su nueva versión morrisiana, el minimalismo ensayaba una ruptura radical con el principio de la autonomía del arte y se volvía relativista, conciente de que el valor de una obra descansa en su relación con factores externos. Minaba desde el vientre mismo de la bestia la interdicción respecto del contagio entre disciplinas y como tal, se distinguía de otros movimientos de la época como Fluxus y el arte pop, cuyos ataques al modernismo se fundamentaban en visiones alternativas. Reconocía, no obstante, el precedente de artistas como Ad Reinhardt (indispensable antecedente de la teoría de lo no-relacional en Stella y Judd), Jasper Johns y Robert Rauschenberg.

6- Llegado a este punto, el minimalismo introduce una cualidad eminentemente temporal en nuestra apreciación de la obra de arte, ya sea porque toda experiencia supone una duración determinada o por las condiciones cambiantes, por ende coyunturales, de cualquier contexto ambiental.
Fue un detractor a ultranza del literalismo, el crítico Michael Fried, quien estableció de manera más decidida los ejes de la discusión. A la presencia (presence) antropomórfica de los objetos minimalistas, que necesitaban del espectador para completarse como obras de arte, opuso el estar presente, la presencialidad (presentness) de la abstracción modernista (su ejemplo favorito era el escultor británico Anthony Caro). La distinción entre presence y presentness ocultaba un temor que el arte posterior no haría más que confirmar: que el efecto profano de la nueva estética le ganara la partida a los valores idealistas y trascendentes que siempre había defendido la tradición moderna. Mientras el acento literalista en la presencia de los objetos volvía al espectador conciente de su fisicalidad como tales, la presencialidad de las obras modernas generaba un efecto absorbente que liberaba momentáneamente a ese mismo espectador de cualquier forma de autoconciencia. Las características de las grandes obras de arte trascendían el aquí y ahora de cualquier recepción fechada. Precisamente ese era el modo por el cual garantizaban su valor, perdurable más allá de las transformaciones del gusto y de las coyunturas históricas específicas.
El argumento de Fried partía de la idea de que la verdadera prueba de una obra de arte consistía en que ésta fuera capaz de poner en suspenso su propia objetualidad. Las obras literalistas no se distinguían lo suficiente de cualquier otro objeto. Por lo tanto, cometían el pecado cardinal (desde el punto de vista del modernismo) de tomar efectos prestados de otras disciplinas. Proyectaban e hipostaziaban la objetualidad, a diferencia de la abstracción, empeñada en neutralizarla. Al dirigirse al cuerpo del espectador y no, como antaño, a su sentido de la vista con exclusividad, se convertían en un nuevo género de teatro. Fried era conciente de que el arte minimalista no constituía un episodio aislado dentro de la historia del gusto sino “la expresión de una condición general que todo lo impregna”.[3] De ahí su famoso dictum acerca de que la pintura se encontraba en guerra con la teatralidad, de que la supervivencia misma de las artes dependía de su habilidad para vencer al teatro.
Teatralidad y duración eran, en cierto modo, sinónimas. El literalismo devaluaba sus objetos a una forma de temporalidad demasiado humana, cercana a la fragilidad inherente a la vida de la especie. Esto es cierto aún cuando Fried asociase la sensibilidad minimalista a cierta idea tramposa de infinitud. El arte minimalista no era inagotable debido a su riqueza sino por el simple hecho de que no había nada que agotar, como esa repetición de unidades idénticas que podían multiplicarse hasta el infinito en las estructuras modulares de un Judd. La pintura y la escultura modernistas, en cambio, anulaban la duración porque cada instante en el que las experimentábamos como obras de arte constituía la cifra de su trascendencia y, por ende, de su eternidad. El presente continuo del arte moderno, donde en cada momento la obra se ponía de manifiesto en su totalidad, era, por mor de su propia perpetuidad, algo que excedía cualquier aprehensión humana del tiempo. En el gran arte los hombres rasgaban el paño ajado de la experiencia cotidiana y se elevaban, en un recorrido inverso al del minimalismo, a esas alturas trascendentales que en épocas más optimistas nos había prometido la religión.
Semejante argumento concluía en Fried de manera categórica y perfecta. Cerraba su artículo con las mismas resonancias religiosas con que lo había abierto en el epígrafe sobre los diarios del teólogo congregacionista Jonathan Edwards: “Todos somos literalistas, sobre todo en relación con nuestras vidas. El estar presente es una gracia. (Presentness is grace)”[4]


[1] La cita es de Robert Morris “Notes on Sculpture: Part II” en Battcock, op. cit., p.234. Siempre se menciona, aunque pocas veces se explica, la influencia de la Fenomenología de la percepción (1945) de Merleau-Ponty en este artista originario de Kansas City. Es cierto que la introducción del cuerpo por parte del filósofo francés en la aprehensión de las coordenadas espacio-temporales y de los estímulos sensoriales coincide con la voluntad de Morris por cuestionar la percepción puramente mental (idealista) del espacio en el modernismo. Pero otra influencia fuerte le viene a Morris del teatro y la danza, en particular del New York’s Judson Memorial Theatre, gracias a su esposa de aquel entonces, Simone Forti. Y a nadie escapa la impronta duchampiana en obras tempranas como la I-Box de 1962.

[2] Morris en op. cit., p.232


[3] “Arte y objetualidad”, en Fried, op. cit., p. 176. Decir que detrás de los temores de Fried se ocultaba la sombra omnipresente de Duchamp no deja de ser verdad. Pero no agrega gran cosa a la discusión. El francés había sido una influencia (reticente según sus propias declaraciones) en el neodadá de Rauschenberg, Johns y cía., el pop y Fluxus. Asumir que todo el arte contemporáneo debe hacer alguna reverencia a Duchamp es una forma fácil de esquivar las situaciones específicas, como esa mezcla de euforia y perplejidad que caracterizaba al arte norteamericano de finales de la década del ’50. Por otra parte, Fried era muy conciente de que la sensibilidad literalista -todo lo pervertida por el teatro que se quisiera- constituía un desarrollo desde y una respuesta a la propia evolución de la pintura modernista.
“El riesgo, e incluso la posibilidad, de concebir las obras de arte como si no fueran más que objetos, no existe. El hecho de que tal posibilidad comenzase a presentarse alrededor de 1960 fue, en gran medida, el resultado de los desarrollos que se produjeron dentro de la pintura modernista. Más o menos, cuanto más asimilables a objetos han llegado a parecer ciertas pinturas avanzadas, en mayor medida se ha podido entender toda la historia de la pintura desde Manet -de forma engañosa, creo- como si consistiera en la progresiva (aunque, en el fondo, inadecuada) revelación de su objetualidad esencial, y más imperiosa ha llegado a ser para la pintura modernista la necesidad de hacer explícita su esencia convencional -específicamente, su esencia pictórica- anulando o suspendiendo su propia objetualidad a través del médium de la figura.” Op. cit, pp. 185-186.

[4] Op. Cit., p. 194. Una idea de duración, a priori diferente de la de Fried (influida por los textos sobre teatro del filósofo Stanley Cavell), fue la que desarrolló el compositor norteamericano John Cage. No podemos tratarla aquí como se merece. Digamos tan sólo que, contra el empeño de tantos críticos -entre ellos Frederic Jameson- en considerar la música de Cage como posmoderna, sus preocupaciones entroncaban en línea directa con el altomodernismo. Para Cage la duración es el único elemento susceptible de ser compartido tanto por los sonidos como por el silencio. Como tal, sería fundamental para su estética acerca de una música no intencional. El precedente de su concepción del tiempo radica en la filosofía de Henri Bergson. Y también Cage aspiraba a cierto trascendentalismo que tenía en Emerson y Thoreau a sus antecesores más insignes.

Una parte más, en breve

Tuesday, October 02, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (III)


4- Bastaría cualquier balance provisorio del estado de la cuestión artística en el alto-modernismo de comienzos de los ’60 para confirmar que las preocupaciones de Judd y Stella formaban parte del mismo arco que las de un Greenberg o un Fried.[1] La postulación greenbergiana de la flatness (planitud) como valor fundamental de la pintura -la idea de que el plano bidimensional constituye la esencia del medio pictórico- implicaba ya una relación entre la uniformidad de la superficie y una profundidad implícita. Su concepción del all-over (un diseño repetido en toda su extensión), que Greenberg tan gráficamente defendió en sus escritos sobre Pollock y otros expresionistas abstractos, denegaba cualquier sistema interno de relaciones en favor de un sistema indiferenciado de motivos uniformes que lucían como si pudieran continuarse más allá del marco.[2] ¿Acaso no había ya aquí una crítica al contraste de valores y a la cualidad compositiva de la abstracción europea? Ni que hablar del reduccionismo que tantos adjudican al arte minimal y cuya vocación inicial, según la lectura de Greenberg, se encuentra en la propia evolución histórica del modernismo.
La famosa prescripción formal -que una obra modernista debía evitar la dependencia de cualquier orden de la experiencia que no fuera la naturaleza construida de su propio medio- fue lo que verdaderamente dividió las aguas entre los partidarios de la abstracción moderna y los defensores de la nueva estética. No era casual que el ejemplo a seguir fuese la (supuesta) abstracción esencial de la música. Cada disciplina estética debía evitar la confusión con las demás: tal era la manera de sustentar esos criterios de autodefinición y evaluación crítica que el modernismo a ultranza consideraba inherentes a cada arte en particular.
De semejante interdicción -la imposibilidad de contagio entre las artes- los modernistas deducían algunas consecuencias formidables. En primer lugar, postulaban un modelo “historicista” del despliegue de la vanguardia: cada nueva estética tenía que lidiar con los problemas formales que habían establecido las vanguardias anteriores. Modelo que, en el mismo acto por el cual asumía la evolución histórica del arte, congelaba las formas del pasado en un canon de obras maestras cuya excelencia constituía la prueba viviente de la existencia de una (inamovible y monolítica) tradición.[3] De esta peculiar confluencia de un arte a la vez intemporal y en constante flujo surgía, en segundo término, un criterio de valor seguro y confiable a la hora de juzgar las obras de arte contemporáneas en relación con sus predecesoras.
En la interpretación greenbergiana de una herencia modernista que suele remontarse a Manet y los impresionistas, la especialización de las artes no se debía a la división social del trabajo sino al gusto por lo concreto, lo inmediato y lo irreductible. Una concretud que, a fuerza de renunciar a la ilusión de lo representacional, generaba, no sin cierta ironía, la posibilidad misma de la abstracción. Entendida esta última en términos de máxima pureza: la conciencia de que lo que contemplamos es una pintura incontaminada de cualquier agente externo.
La pureza de lo meramente óptico apuntaba a resolver el conflicto entre arte y naturaleza. Pintura y escultura debían ser ahora exclusivamente visuales. Así como lo pictórico se disolvía en la textura, también lo escultórico renunciaba a sus connotaciones táctiles y se volvía un puro artificio constructivo: se liberaba de lo monolítico, despreciaba la distinción entre cavado y modelado y trascendía las orientaciones de frente y fondo, adentro y afuera, arriba y abajo para integrarlas a todas como parte del ambiente.

“Volver a la sustancia enteramente óptica y a la forma -sea esta pictórica, escultórica o arquitectónica- como parte integral del espacio ambiente: eso es lo que le da una vuelta completa al anti-ilusionismo. En vez de la ilusión de las cosas, se nos ofrece ahora la ilusión de las modalidades. O sea que la materia es incorpórea, ingrávida, y existe sólo ópticamente como un espejismo.”[4]

La alquimia de Greenberg invocaba lo material para desmaterializar la realidad. Cuestionaba la diferencia entre una realidad de primera y otra de segunda mano, lo real y su representación. Según él, el modernismo apelaba a una sensibilidad contemporánea: la sensación de que las distinciones jerárquicas se habían agotado y que ningún orden de la experiencia era intrínsecamente superior a otro. En el universo modernista los extremos parecían tocarse: lo concreto producía la abstracción, la radicalización de la autosuficiencia del objeto (estético) en términos positivistas ocultaba un trascendentalismo radical, la materia devenía la cifra del espíritu.
No había que llamarse a engaño. Frente a la concepción del espacio como libre y abierto, a la idea de los objetos como una suerte de “islas” en su seno, el arte moderno oponía un continuo espacial ininterrumpido. Era el espacio mismo el que se convertía en objeto y de eso trataba la pintura abstracta, de su pretensión por construir un equivalente de la experiencia visual. El arte detentaba un estatuto ontológico que garantizaba su continuidad indestructible. Las distinciones jerárquicas distaban de haberse agotado. Más bien, se habían invertido. La realidad de la obra de arte se imponía fulgurante ante la fea realidad de lo cotidiano. Era la vieja historia del arte como sustituto de la religión, un trascendentalismo que no desentonaba con las necesidades hegemónicas norteamericanas en la Guerra Fría.

[1] Fried y Stella eran amigos desde sus tiempos en común como estudiantes en Princeton. Pero la mayor parte de los minimalistas detestaba el estilo y ciertos presupuestos de estos eminentes modernistas. Judd acusaba al análisis de Fried de ser pedante y pseudo-filosófico, Flavin se refería burlonamente a ambos críticos como “Friedberg y Greenfried”, Morris protestaba contra la voluntad que tenían por acceder a una peculiaridad exclusiva, cuya experiencia confirmaría su superior percepción.
Más allá del aparente fastidio que los artistas pudieran sentir por el ethos cerrado, exclusivista y fuertemente preceptivo de la crítica modernista, la perspectiva histórica debería servirnos para sospechar que no todas las posiciones eran tan inconmensurables y antagónicas como parecieron en un principio. La retórica proamericana y antieuropeísta de Greenberg y Fried se repite en la crítica a la composición europea de Stella y Judd, los textos filosóficos que inspiran a Fried -el último Wittgenstein (pasado por el filósofo norteamericano Stanley Cavell) y Merleau Ponty- no se distinguen demasiado de los que inspiraron a Morris y cía. Hasta cierto punto, el minimalismo participa de la misma tradición de exaltación de sí misma de la crítica modernista, producto, sin duda, de la posición hegemónica lograda por los Estados Unidos, cuya pretendida inviolabilidad pareció colarse subrepticiamente también en las discusiones estéticas. Algunos han señalado que en otro aspecto, en cambio, parece compartir el sentimiento de desafiliación y desposeimiento característico de la contracultura.

[2] Cf. en particular: “La crisis de la pintura de caballete” y “Pintura ‘tipo norteamericano’”, ambos en Clement Greenberg. Arte y cultura. Paidós, Barcelona y Bs. As, 2002.

[3] Tal vez el texto más reciente que realiza este mismo movimiento pero en el terreno literario sea The Western Canon: The Books and School of the Ages, de Harold Bloom. Harcourt Brace, New York, 1994. (Hay trad. española en Anagrama) Bloom construye un tradición (occidental) cuyo eje de referencia omnipresente es Shakespeare (“Podemos afirmarlo sin vacilar. Shakespeare es el canon. El impone el modelo y los límites de la literatura”, p 50 de la edición en inglés.) No se puede acusar al crítico literario norteamericano de ser precisamente historicista. Pero en todo lo demás resulta revelador cuantos puntos en común comparte con una estética como la que sostienen Greenberg y Fried. Los tres defienden a rajatabla la autonomía del arte, admiten que las obras funcionan siempre en relación con las anteriores, lamentan la caída de los estándares intelectuales y estéticos, alertan sobre lo peligroso de renunciar a un fundamento seguro que posibilite los juicios de valor, relacionan la crisis actual con la pérdida de la cultura humanista y encuentran un culpable evidente de este estado de cosas en la contracultura de los años ’60. Los culturalistas y posmodernos de nuestros días tienden a descartar este conjunto de cuestiones como irrelevantes, etnocéntricas o directamente reaccionarias. Pero la corrección política no sirve como sustituto de una teoría. Entre un universalismo abstracto y de coloraturas imperiales y un relativismo cultural campechanamente populista y obsesionado por la identidad, la demanda por opciones intermedias y sensatas se vuelve cada vez más urgente. Tal vez algo de ello pueda hallarse en otro libro imprescindible, que en apariencia detenta cierto aire de familia con el de Bloom -hasta en la superposición de algunos textos y autores del “canon occidental”- pero cuya estrategia no podría ser más contrapuesta, siempre atenta a las transformaciones históricas y a las concepciones cambiantes de lo real. Me refiero, claro, a Mimesis: The Representation of Reality in Western Literature, de Erich Auerbach (Princeton University Press, Princeton, NJ, 1953 –trad. española en FCE).

[4] “The New Sculpture”, en Clement Greenberg: Art and Culture. Beacon Press, Boston. 1965, p.144.


La última parte en un par de días

Saturday, September 29, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (II)


3- Lo que proponían estas nuevas obras era la intervención en un espacio físico concreto. Una suerte de empirismo estricto que reubicaba a las formas artísticas entre los objetos y redefinía la noción de espacialidad en términos de lugar. Se oponía así al postulado, modernista por excelencia, que establecía para la pintura la ilusión de un espacio puramente óptico, dirigido al sentido de la vista con exclusividad.[1] Un gesto tan primario como esas formas mínimas que se empeñaban en simplificar la composición al máximo y que, no obstante, acarreaba consecuencias considerables.
El minimalismo no llegó al descubrimiento de la ineluctable cualidad temporal de nuestras percepciones por generación espontánea. El proyecto inicial, tal como atestiguan las esculturas de Judd y ciertas pinturas de Frank Stella, consistía en asumir la autosuficiencia última del objeto artístico y, por lo tanto, extremar el credo modernista de la autonomía artística hasta sus límites. Una estrategia que se resumía en la famosa frase de Stella “Lo que ves es lo que ves”[2]: la idea de que la pintura era un objeto y que no había nada más allá del cuadro que lo que se encontraba meramente presente. Una estética impersonal que, en la lectura literal que hacía Judd, convertía la tan mentada objetividad autocrítica del modernismo en la evidencia empírica de los objetos específicos.[3]

Las tres dimensiones son el verdadero espacio. Eso nos libera del problema del ilusionismo y del espacio literal, espacio en y alrededor de marcas y colores -lo cual significa la liberación de una de las reliquias más conspicuas y objetables del arte europeo-. Los diversos límites de la pintura ya no están presentes. Una obra puede ser tan poderosa como se piense que es. El espacio real es intrínsecamente más poderoso y específico que la pintura sobre una superficie plana.[4]

El llamado greenbergiano por una pintura objetivista se trastocaba en una superación de la pintura misma a favor de la creación de objetos.
Semejante auto-evidencia estructural de la obra se asociaba en ambos artistas a dos ideas complementarias: la prioridad del todo frente a las partes –una concepción holista que sería primordial tanto en el arte como en la música- y la idea de lo no-relacional, que exigía el arreglo pragmático de dichas partes de acuerdo al principio de “una cosa después de la otra” y rompía con la composición balanceada de gran parte de la abstracción previa y, muy en particular, de la abstracción europea. Para decirlo de manera más sencilla, esos arreglos simétricos evitaban la búsqueda intencional del equilibrio y acentuaban a su vez la singularidad de un todo concreto en contraposición a la idea de una arte de partes orgánicamente relacionadas.
Por el mero hecho de complicar de este modo el espacio empírico, por el énfasis minimalista en la presencia física de sus objetos, tendía a cuestionarse aquel otro espacio trascendental, de ligera ascendencia kantiana, que había formado parte de los desvelos modernistas. Los diseños monocromáticos de Stella renunciaban a cualquier gesto que pudiera leerse como ilusionista. Frente a la idea convencional de la pintura como una pantalla transparente que proyecta un espacio imaginario, oponían una concepción que enfatizaba la mera superficie opaca, carente de interioridad pero ocupando un espacio bien real, igual que cualquier otro objeto.
Desvinculado el plano pictórico de cualquier cualidad metafórica (corporal o espacial) que pudiera detentar, reafirmado en su carácter de objeto en un mundo de otros objetos, resultaba evidente, para cualquier observador agudo, que el paso siguiente sería el abandono liso y llano de la extensión en favor de la tridimensionalidad. Paso que fue dado sin demasiado preámbulo por el propio Judd.

[1] La mejor expresión del problema de la opticalidad se encuentra en el legendario escrito de Clement Greenberg Modernist Painting (1961). Hasta donde pude rastrear, no parece haber traducción al español del que probablemente sea el texto más famoso de toda la crítica de arte del siglo XX. (Nota tardía: hace unos días vi una pequeña compilación de escritos de Greenberg en castellano que incluía Pintura modernista, en ediciones Siruela) En inglés ha sido incorporado a Modernism with a Vengeance, el cuarto volumen de sus The Collected Essays and Criticism, John O’Brian (Ed.), University of Chicago Press, Chicago, 1993. Michael Fried ha desarrollado el tópico en varios de sus artículos de la década del ’60, reunidos ahora en Arte y objetualidad: ensayos y reseñas. A. Machado Libros, Madrid, 2004.
La crítica más furibunda a estas concepciones, aunque no necesariamente la mejor, es la de Rosalind Krauss en The Optical Unconscious, MIT Press, Cambridge, MA, 1993. (Hay trad. castellana en ed. Tecnos). Un estudio dedicado al tema acaba de ver la luz en versión paperback hace apenas unas semanas. Es el de Caroline Jones. Eyesight Alone: Clement Greenberg’s Modernism and the Bureaucratization of the Senses. University of Chicago Press, Chicago, 2005 en la edición hardcover.

[2] “What you see is what you see”, en Bruce Glaser, Questions to Stella and Judd, en Gregory Battcock (Ed.) Minimal Art: A Critical Anthology, Dutton, New York, 1968, p.158. La dificultad para distinguir las obras minimalistas de los objetos cotidianos generó de inmediato la proliferación de artículos y reseñas críticas que trataban de aprehender la escurridiza lógica de la nueva tendencia. La antología de Battcock es esencial porque compila, de manera temprana, la mayor parte de los intercambios polémicos al respecto. Una antología posterior, que incorpora textos más nuevos y algunos de la época que no estaban en la de Battcock, es la que aparece en las últimas páginas de James Meyer. Minimalism, en la colección Themes and Movements de Phaidon. Una buena recapitulación de toda la polémica en otro libro de Meyer. Minimalism: Art and Polemics in the Sixties. Yale University Press, New Haven, 2001.

[3] Otra vez la postulación más acabada del dictamen modernista es de Greenberg y aparece en Modernist Painting: “La esencia del modernismo descansa, tal como lo veo, en el uso de los métodos característicos de una disciplina para criticar a la disciplina en sí, no con el fin de subvertirla sino para afianzarla con mayor firmeza en su área de competencia” La palabra que usa Greenberg es “entrench”, que traduzco aquí como afianzar pero significa literalmente “atrincherar”.

[4] Donal Judd. “Specific Objects”, en Complete Writings. The Press of the Nova Scotia School of Art and Design, New York and Halifax, 1975.
Continuará

Wednesday, September 26, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (I)


1- Poco se ha escrito, hasta donde sé, acerca de las conexiones entre música y artes plásticas en la corriente común del minimalismo que amenazó con adueñarse de la década hacia mediados de los años ’60.[1] Nadie duda de la existencia de semejante lazo pero las relaciones entre ambas distan de ser unívocas. Aunque más no sea porque discurren en un medio específico distinto. El arte tiende a hacer de la espacialidad su ámbito más peculiar, ya se trate del plano estricto de la superficie pictórica o del espacio tridimensional del museo y la galería. La música, en cambio, discurre a través de un modo temporal y se la ha percibido tradicionalmente como la sucesión de los sonidos en el tiempo.
Algunos supieron anticipar la tendencia minimalista a producir un desplazamiento, quizás incluso hasta una inversión, de esta divisoria tan tajante.[2] Distinción que se remonta al menos a cierta estructura u ordenamiento jerárquico de las artes propio del Iluminismo. Nos limitaremos en lo que sigue a tratar el proceso por el cual se llega a cuestionar el carácter estrictamente visual de las artes plásticas. Habrá ocasión, en otro contexto, para ocuparnos de la evolución similar, aunque en sentido contrario, del minimalismo musical.

2- Cuando aparecieron las primeras esculturas minimalistas, el mundillo neoyorquino del arte -que gracias a una combinación de retórica típica de la guerra fría, de triunfalismo expresionista y abstracto y de crítica modernista exclusiva y excluyente había desbancado a París de su tradicional posición hegemónica- pareció conmocionarse un tanto. Las estructuras modulares de Donald Judd, la frágil disposición de las planchas de Richard Serra, las geometrías irreductibles de Robert Morris y Tony Smith, las formas obstructivas de Ronald Bladen, los mosaicos y ladrillos al ras del piso de Carl André, las obsesiones combinatorias del primer Sol LeWitt y las instalaciones lumínicas de Dan Flavin radicalizaban unos cuantos presupuestos del arte moderno hasta desmontarlos por completo.
¿Cómo reaccionar ante la agresiva sencillez de esas formas, su aparente vocación reductiva, la simetría de sus arreglos, la ausencia de cualquier gesto expresivo u ornamentación, la inmediatez de su presencia, el estatuto industrial de sus materiales, la repetición a ultranza de sus partes? ¿Cómo enfrentarse a la inevitable constatación de que esos cubos, columnas, vigas y demás no se distinguían lo suficiente de cualquier objeto cotidiano? Es cierto que las pinturas monocromas y los ready-mades, si bien distaban de constituir hechos universalmente admirados, estaban ya lo suficientemente generalizados como para asumirlos en el canon estético. Pero carecían de esa contradicción perentoria entre la simplicidad desconcertante y la ambigüedad peceptual que detentaban los “objetos” literalistas.[3]

[1] Aunque desde su mismísima inserción en la escena del arte contemporáneo el minimalismo haya generado una profusa bibliografía crítica, en muchos casos de excelente nivel, y pese a haber existido una suerte de segundo round en el contexto de la impugnación neoconservadora de los ’80 a todo aquello que tuviera el más leve tufillo contracultural -cosa que produjo una renovada oleada de libros y artículos en defensa del tema que nos convoca (y algunos ataques peculiares como los de Anna Chave)- sólo uno, el de Edward Strickland (Minimalism: Origins. Indiana University Press, Bloomington, IN, 1993) ha intentado establecer el nexo entre artes visuales y música.
No obstante, la concepción de Strickland, interesado como está por presentar una prehistoria del minimalismo, es más abarcativa que la que manejamos aquí. Strickland reduce el trabajo en tres dimensiones que la mayoría asume como característico del minimal art a un único capítulo y dedica la primera mitad de su texto a una serie de problemas formales en la pintura de los años ’50 que los escultores minimalistas asumieron e impugnaron en un mismo gesto. Más allá de lo dudosa de su hipótesis principal, que no corresponde discutir en este contexto, el libro constituye un buen survey, atento a la cronología y con unas cuantas ideas reveladoras en sus análisis musicales.

[2] “The Crux of Minimalism” en Hal Foster: The Return of the Real. MIT Press, Cambridge, MA, 1993. (Hay trad. castellana en Akal) se ha convertido en la interpretación canónica del minimal art en los últimos tiempos. Inspirado en algunas tesis previas de la crítica Rosalind Krauss y con algunos aciertos notables en sus primeras páginas, el texto se malogra a medida que progresa por la insistencia de Foster en considerar el minimalismo como una extensión del modernismo y, a su vez, una anticipación de las prácticas posmodernas. Estaría dispuesto a conceder el estatuto ambiguo que, efectivamente, detenta el movimiento. Pero fastidia un tanto esa voluntad genealogista que tienen ciertos escritores posmodernos (y de la que no se privan ni siquiera cuando acusan a los modernistas de gestos similares) de apropiarse de toda práctica estética de la década del ’60 como si hubiesen sido precursoras de una etiqueta que, suponiendo que tenga algún sentido más allá de ese carácter rotulador, no lo adquiere hasta una década más tarde. Por otro lado, que el arte minimal se desplazaba hacia la temporalidad violando el dictum modernista de la no-contaminación entre diferentes disciplinas estéticas lo había reconocido de manera inmejorable el principal detractor de dicho arte, Michael Fried, en su artículo más famoso: Arte y Objetualidad.

[3] Se impone aquí una aclaración. La mayoría de los escultores minimalistas rechazan los dos términos de ese sintagma. La pertenencia a un movimiento común, como sucede tantas veces, fue obra más de los críticos y curadores que de una voluntad declarada de los protagonistas por asociarse entre ellos. Si bien el término “minimalismo” se debe a un artículo pionero de Richard Wollheim aparecido en enero de 1965, la ironía consistió en que dicho artículo no se refería a ninguno de los artistas que se mencionan aquí. Durante un tiempo se bautizó a la tendencia con nombres como “arte ABC” (Barbara Rose), “literalismo” (Michael Fried), “arte de rechazo” (rejective art, Lucy Lippard), “arte serial” (Mel Bochner), “pintura sistémica” (Lawrence Alloway), “arte reductivo” y un largo etcétera.
Más importante que la etimología de los diversos rótulos que se le endilgan a un determinado grupo de artistas es la discusión acerca de sus prácticas. A las obras minimalistas se las ha catalogado como “objetos específicos” (Donald Judd), “formas unitarias” (Robert Morris), “estructuras primarias”, etc. Lo mismo ha ocurrido con la música: “música hipnótica”, “música de trance”, “música sistémica”, “música de pulso”, “música modular”, “música de proceso”.
Hay razones específicas e importantes, que no podemos desarrollar acá como corresponde, para asumir cierta prudencia a la hora de referirnos a esos objetos en tres dimensiones como “escultura”. Fue el agotamiento de las posibilidades del plano pictórico, tal cual lo había sancionado la teoría modernista de Clement Greenberg, y la percepción de que la abstracción europea era cosa superada, lo que llevó a muchos a cruzar la barrera de la extensión y la superficie hacia el volumen y la tridimensionalidad. Por otro lado, la línea divisoria entre pintura y escultura era cada vez menos clara. El comienzo de Specific Objects, el importante ensayo de Judd de 1965, abría con esta frase: “La mitad o más de la mejor obra de los últimos años no ha sido ni pintura ni escultura”. Y Morris, en abril del ’69 (Notes on Sculpture, part IV): “La escultura se detiene en seco donde los objetos comienzan”. Es el ilusionismo del espacio pictórico lo que está en cuestión, y ese cuestionamiento lo había iniciado el propio Greenberg con su idea de planitud.

Continuará

Friday, August 31, 2007

Faust: This is the time we are in love with.


¡Por fin un libro sobre Faust!, tal vez la banda más legendaria de todo el rock alemán de los setenta. Y debo decir que, a juzgar por lo que se lee en Faust. Stretch out time: 1970- 1975, su autor, Andy Wilson, se muestra a la altura de la tarea. Habrán ayudado sus diez años como webmaster de las Faust pages, excelente recopilación en inglés de todas las cosas fáusticas de ayer, de hoy y de mañana.
Puesto que lo esencial es invisible a los ojos, no es nada sencillo explicar los méritos de este opúsculo de módicas pero inteligentes 200 páginas. La parte central de Strech out time (algo así como el tiempo extendido) consiste en una lectura detallada -disco por disco y tema por tema- de su opus clásico: Faust I, So Far, Outside the Dream Syndicate (con Tony Conrad), Faust Tapes, Faust IV, Munich & Elsewhere. Los comentarios son atinados la mayoría de las veces pero me temo que resultarán arduos para quien no esté al tanto de su discografía. De hecho, sólo se aprecian en la medida en que uno los repasa mientras escucha los discos. No obstante, un análisis tan puntilloso de las canciones, a riesgo de ser un tanto fastidioso, parece la opción más prudente ante las versiones cruzadas y contradictorias acerca del devenir de Faust, cosa que sus miembros se encargaron de alimentar para ensanchar la leyenda. En este aspecto, la elección de Wilson es claramente hermenéutica y, a diferencia de tanta prensa actual, arriesga interpretaciones personales y argumenta sus posiciones con convicción.
Una introducción autobiográfica traduce nuestra inveterada costumbre de periodistas de participar del asunto contando la historia de nuestra recepción de la banda (cómo llegué a Faust por primera vez, etc., etc.) pero no aporta demasiado. Un intento por ubicar al grupo en el contexto del kraut-rock tiene sus momentos aunque peque de una generalidad excesiva. El capítulo siguiente ofrece en cambio lo más parecido a una versión definitiva de los comienzos de Faust a la que podemos aspirar hoy día. Es en los dos últimos -una reflexión sesuda acerca del tiempo en la música y una comparación con la obra de Zappa- donde aparece el mejor Wilson. El primero justifica el título del libro (que ahora bautiza también a uno de los múltiples fragmentos que componen el Faust Tapes) con una larga disquisición acerca del tiempo muerto y vacío de la música mercantilizada, un razonamiento que no oculta su deuda adorniana.
El otro asume a Zappa como una de las influencias prominentes de Faust (junto con Velvet Underground) pero demarca el territorio que distingue las veleidades de alta cultura del norteamericano en relación con el anarquismo irresponsablemente encantador de los alemanes. Me hubiera gustado leer también un análisis ampliado que señalara la importancia de ambos (Zappa y Velvet) en el rock alemán de la época. Y algunas páginas que aludieran al antecedente de los Monks, extraordinaria banda antibeat de GIs a los que Irmler (el tecladista de Faust) viera, en su adolescencia, en una memorable aparición televisiva en el Beat Club. Seguro que allí se sembraron las semillas de lo que poco después sería el tema más celebrado de los germanos: “It´s a Rainy Day (Sunshine Girl)”.
Sin embargo, no se dejen engañar por mis exagerados reparos de fanático. El libro abunda en revelaciones parciales. Y es el tono ideológico (bastante marxista, debo decir) que le imprime su autor lo que lo vuelve interesante. No hay aquí concesión alguna al pop comercializado (maravilloso el momento en que Wilson acusa al inflacionado periodista británico Paul Morley de detentar un “populismo bovino”) y sí, en cambio, un conocimiento muy profundo de la música y el arte experimentales. Wilson es consciente del medio politizado de la nueva izquierda en el que participaba Uwe Nettelbeck, de las pretensiones mercantilistas del sello Virgin ocultas tras su retórica avant-garde, de ciertas inspiraciones del arte moderno (del suprematismo a Fluxus) y de una oscurísima y fascinante cadena de combos que deben algo de su estética y de su sonido a las anticipaciones faustianas: DDAA, Doo-dooettes, Homosexuals, S/T, Ectogram, Nurse with Wound (NWW) y demás.
Completan el libro una bibliografía acotada pero importante, una detallada discografía, una buena cantidad de fotos (en blanco y negro, puesto que la edición del texto es autoproducida), el mítico manifiesto que la banda entregó en sus recitales británicos del ’73, y notas y artículos de la época desperdigados aquí y allá. Los amantes del gossip hallarán también una considerable provisión de anécdotas disparatadas sobre los días álgidos de uno de los grupos fundacionales del rock experimental.

Wednesday, August 22, 2007

Guitarra vas a llorar

Ül es un trío de guitarras integrado por Anla Courtis, Fernando Perales y Charly Zaragoza. Cuentan con dos discos recientes en su haber: Astropecuario, editado por el sello escocés Pjorn y Ül 2, en el argentino Facón records. Tuve ocasión de verlos juntos por primera vez en un contexto un poco diferente, como parte de la banda de acompañamiento del ex Can Damo Suzuki en el teatro Empire.
Por momentos usan una guitarra como sostén para construir encima cierta arquitectura sonora que coquetea con el noise y la improvisación. En otras ocasiones, como en gran parte de su segunda placa, la cosa adquiere una densidad notable y genera un sonido bien oscuro, digno de ese doom ralentado hasta lo intolerable que caracteriza a grupos como Khanate. La exploración del instrumento a través de técnicas extendidas y su amor por la materialidad misma de la electricidad redundan en beneficio de un tejido fuertemente texturado, cuyas evoluciones graduales requieran de la mayor concentración. Ayuda el uso decidido y criterioso de efectos y pedales.
En última instancia, Ül es un grupo rockero, dispuesto a flirtear hasta el infinito con ese ícono del rock’n’roll por excelencia: la guitarra eléctrica. Claro que lo suyo no intenta revivir glorias pasadas como en la horrenda escena del rock nacional contemporáneo. Más bien es una apuesta a un futuro que el presente ya permite vislumbrar, el de aquello que persiste cuando se renuncia al ritmo venerable y cansino del 4/4. Eso (y la ausencia de melodía en el sentido tradicional) bastará a muchos para situar a esta banda en el casillero de la música experimental. No estoy seguro de que con eso se salde la cuestión. En todo caso, Ül genera interrogantes similares a los de bandas con las que comparte cierta filiación: pienso en los Vibracathedral Orchestra en particular.
Como sea, los interesados podrán develar el misterio y apreciar por sí mismos hoy miércoles 22 y el próximo miércoles 29, cuando el trío se presente en el Virasoro Bar (Guatemala 4328 en el barrio chic de Palermo) Lamentablemente obligaciones laborales me impedirán estar allí. No obstante, mi espíritu acompañará.

Sunday, July 15, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) Final

Los setenta: la década inconclusa

Gregorio dejará Música Más en el ’72. Recién a partir de los ’90, ya radicado en el exterior, podrá ampliar esas experiencias iniciales a través de una música que traduzca en sonidos las intuiciones de los concretistas y madistas de la década del ’40. Por entonces, todo el trabajoso tinglado de relaciones institucionales que la cultura argentina había construido desde mediados de los ’50 se desmoronaba sin remedio. El CLAEM cerraba sus puertas a fines del ’71 por razones económicas. Su laboratorio pasaba a depender de la Municipalidad de Buenos Aires. En Córdoba el Centro de Música Experimental yacía en estado de coma desde el ’68. Los aportes privados caían al tiempo que industrias como Kaiser fundían. La familia Di Tella negociaba con los militares el cierre del famoso Instituto para salvar a sus empresas de la quiebra. El capital extranjero procuraba ventajas monopólicas bajo una situación que favorecía el traspaso de los recursos nacionales a las corporaciones privadas. Ante semejante panorama, los sectores obreros ensayaban una serie de insurrecciones que culminarían en el llamado Cordobazo de 1969 y sembrarían la semilla guerrillera de la década siguiente. También entre muchos artistas e intelectuales de clase media las opciones pasaban por la radicalización ideológica o la emigración.
Esta última produciría una verdadera sangría en esa generación de músicos que se había formado a la sombra de un incansable Juan Carlos Paz que falleció en 1972. Mario Davidovsky y Mauricio Kagel habían partido tiempo atrás. Ahora los seguían Horacio Vaggione, Pedro Echarte, Edgardo Cantón, Enrique Belloc, Carlos Roque Alsina, Alcides Lanza, Carlos Rausch, Hilda Dianda, Enrique Gerardi, Eduardo Kusnir y un largo etcétera. Algunos se iban por un tiempo y regresaban. Pero la mayoría prefería una carrera segura en el exterior antes que arriesgarse a las inclemencias de una Argentina que empezaba a desangrarse en una incipiente guerra civil. La misma dinámica de becas (Ford, Guggenheim, Rockefeller, etc.) que había favorecido la modernización cultural, promovería a su vez la huída de “cerebros” hacia lugares más promisorios.[1]
Bajo estas condiciones, la llama de la experimentación se trasladaba a la música popular. La extendida estadía de Steve Lacy hacia 1966 -con un cuarteto de ensueño que incluía a Enrico Rava en trompeta, Johnny Dyani en bajo y Louis Moholo en batería- lograba el milagro de gustar por igual a los vanguardistas del free y a los tradicionalistas del swing. Walter Thiers era el principal difusor de un free jazz que los argentinos denominaban “la nueva cosa”. Y excelentes improvisadores se daban cita en la Agrupación Nuevo Jazz, desde el mismísimo Gato Barbieri antes de viajar a Italia hasta Jorge Navarro, Baby López Furst, Jorge López Ruíz y el Mono Villegas. Por momentos, y sin la menor noticia de la existencia de esas corrientes foráneas, sus jams sonaban en la línea de la improvisación británica y de la escuela de Canterbury.
Las progresiones de un tango renovado por los bandoneones virtuosos de Astor Piazzolla y Eduardo Rovira, luego del rechazo inicial, se imponían en el inconsciente colectivo de finales de los ’60. Incluso el folklore desplegaba un lenguaje más audaz gracias a la capacidad orquestal de Waldo de los Ríos, al trabajo armónico de Eduardo Lagos (¡otro discípulo de Paz!) y al gusto sinfónico y camarístico de Manolo Juárez. También el naciente rock argentino brindaba algunas gemas tempranas que se extenderían hasta mediados de los setenta.
Estaba a la orden del día la confluencia entre diversas corrientes: el folklore no tenía empacho alguno en contagiarse del jazz, el tango, en recurrir a técnicas de la música contemporánea y el rock, en mimetizarse con ritmos folklóricos y tangueros.
Pero tamaña vocación creativa no sobreviviría a la década nueva. El 20 de junio de 1973 Perón regresaba al país. La masacre en el Aeropuerto de Ezeiza ese mismo día se cobraba la vida de trece personas y dejaba claro que las diferencias entre la extrema izquierda y la ultraderecha en el seno del movimiento eran irreconciliables. El general recuperaba el poder por medio de elecciones democráticas en octubre pero fallecía siete meses más tarde. Lo sucedía su viuda María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabelita. Sin embargo, el verdadero gobernante en las sombras sería su secretario personal y Ministro de Bienestar Social José López Rega, alias el Brujo. Bajo su gobierno financió a un grupo paramilitar denominado Alianza Anticomunista Argentina o Triple A que a través de atentados, secuestros, torturas y asesinatos de militantes de izquierda y presuntos “subversivos” anticipó un siniestro modus operandi -el terrorismo de estado- que el Poceso de Reorganización Nacional llevaría a niveles atroces de perfección. En efecto, en marzo de 1976 una junta militar se adueñó del poder y con la excusa de concluir la guerra sucia contra las organizaciones guerrilleras, limitó todas las libertades y reprimió cualquier forma de protesta social. Se iniciaba así la época más tenebrosa de un país que nunca nos había ahorrado calamidades. Aquí ya no hubo milagro posible. La tarea, ya no prioritaria sino casi excluyente, consistió en sobrevivir como se pudiese. Ninguna cualidad experimental podía florecer en tan claustrofóbica atmósfera.
Por eso, con la lenta recuperación democrática a partir de 1983, la música experimental todavía busca reestablecer los lazos con un pasado que fue cortado de cuajo. No nos corresponde juzgar, en el marco de este artículo, acerca de sus éxitos o de sus fracasos.

[1] Aún está por hacerse una historia de los aportes experimentales de tantos expatriados, que incluso en nuestros días no cesa de crecer. Cualquier esbozo de esa época debería considerar la exposición lograda por Kagel como miembro conspicuo de la segunda generación de Darmstadt, la participación de Alsina en el colectivo de improvisación New Phonic Art junto a Vinko Globokar, Michel Portal y Jean Pierre Drouet, las aventuras vanguardistas del Gato Barbieri de los ’60 a partir de sus colaboraciones con Don Cherry y la peculiar experiencia de Roberto Detreé como miembro del grupo alemán multiétnico Between y como colaborador en el primer disco de Embryo.

FIN

Thursday, July 05, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (VI)


Los estertores de la vanguardia

Por aquellos años se desarrolló en la ciudad de Córdoba otra experiencia vanguardista cuyos resultados serían más que satisfactorios si consideramos que carecían de los medios y de la repercusión que otorgaba el Di Tella. Al promediar los ‘60, gracias a la iniciativa de unos cuantos individuos y al sostén físico e institucional de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), se fundaba el Centro de Música Experimental de la Escuela de Artes. Al apoyo interno de la pianista Ornella Ballestreri de Devoto, directora del departamento de música de la escuela, se le sumó el del propio Paz, quién intervino para que pudieran obtener del Fondo Nacional de las Artes el dinero necesario para la concreción del proyecto.
La ciudad no carecía de antecedentes experimentales. César Franchisena comenzaba hacia 1959 la composición con medios electrónicos en la radio de la universidad. Y el mítico grupo de los seis que conformaba el Centro -Oscar Bazán, Graciela Castillo, Pedro Echarte, Virgilio Tosco, Carlos Ferpozzi y Horacio Vaggione - ya a comienzos de década se reunía en casa de este último.
Tendrían su presentación en sociedad en octubre del ’66, en el marco de las Primeras Jornadas Americanas de Música Experimental. El evento formaba parte de la Tercera Bienal Americana de Arte, organizada por unas industrias Kaiser (IKA) que, asediadas por los conflictos gremiales y la incipiente crisis de varias de sus empresas, insistían desde 1962 en destinar enormes sumas de dinero a la promoción del arte continental.
Lamentablemente el debut se pareció demasiado a una despedida. Todas las contradicciones que se habían venido incubando durante ese decenio orgulloso y febril explotaron a la vez. Cuatro meses antes un nuevo golpe de estado ponía fin al experimento democrático del Dr. Illia. Que el determinante de otra intervención militar fuese la voluntad del entonces presidente por levantar la proscripción del peronismo, revela a las claras que el país se debatía en animosidades de vieja data. El régimen de facto, liderado por el general Onganía, dio marcha atrás con las medidas de nacionalización y control de capitales del gobierno anterior y anticipó parte de la ortodoxia liberal que asolaría a la Argentina en el futuro: devaluó 40% la moneda, congeló los salarios y limitó fuertemente el derecho a huelga de los trabajadores. Pero su infamia más recordada sería el daño irreversible que infringió a la educación, cuando intervino la Universidad de Buenos Aires en un episodio de sangrienta represión conocido como la noche de los bastones largos, obligando a la renuncia de casi 1400 profesores y al exilio de unos 300.
La Bienal de Córdoba amplificó estas tensiones. Una semana antes los estudiantes protestaban frente a la UNC que le servía de sede. Y con el título de Primer Festival Argentino de Formas Contemporáneas se montó una antibienal que graficaba la pérdida de consenso sufrida por la vanguardia. Un año más tarde el directorio de IKA pasaba a manos de Renault y todo el esfuerzo de un lustro se dilapidaba de un plumazo. La única solución posible, que el Estado asegurara la continuidad de la bienal como había sucedido con la de San Pablo, era un espejismo bajo las condiciones represivas reinantes.
Lo que se quebró en esos días aciagos fue la idea de un progreso sostenido, el mito de una evolución gradual que había difundido el desarrollismo y que regía de algún modo las búsquedas del CLAEM. Los compositores cordobeses, en cambio, reemplazaban el concepto de vanguardia por el de experimentación. Las partituras tempranas de Bazán incorporaban el azar. Su música posterior se volverá aún más austera, con cierta economía en la elección de los materiales, estructuras elementales y bloques de texturas no direccionales. Su actitud contrastaba con la de los cultores de la electroacústica tradicional. No obstante, más conocido será un disco de Vaggione, La Máquina de Cantar, que el legendario sello italiano Cramps editará en 1978. Dos composiciones electrónicas (una para computadora IBM y otra con mini-moog y Yamaha) que transmitían cierto minimalismo gélido de tonalidades progresivas y le valdrían comparaciones con músicos como Conrad Schnitzler. Claro que eso ocurriría una década después de que el Centro congelara sus actividades aunque siguiera existiendo en los papeles. Vaggione y Echarte optarían por radicarse en Europa; el resto sobreviviría en los márgenes, ante un clima político y social cada vez más enrarecido.

Una luz en las tinieblas

“Hice unos cuantos amigos, uno de ellos era Guillermo Gregorio, un arquitecto que tocaba muy bien el saxo, le gustaba el free jazz. Empezamos a juntarnos a improvisar de forma libre, ni siquiera jazzísticamente. Hasta que en el año ‘69 hubo un congreso de arquitectura con espectáculos no convencionales en el teatro Opera y nos propusieron hacer algo. Teníamos diez minutos, necesitábamos músicos y no había un peso. Tenemos un tiempo y podemos tener un coro. ¿Por qué no hacemos un espectáculo que se llame El tiempo y el coro? Pero que el coro no cante. Entonces armamos toda una secuencia para que se presentara un coro ficticio que conformamos con gente amiga, con un director, y en el momento en que iba a empezar el coro aparecía un señor bajito del costado que interrumpía el espectáculo. Dentro del público aparecieron diez personas de un grupo de mimos que de repente decían “Che, yo me voy de acá” y cuando empezó a movilizarse demasiado, y antes de que pasara mucho rato mandaron que se emitiera la cinta de explicación del evento sonoro y conceptual a través del tiempo. Eso fue el debut del Movimiento Música Más, hicimos espectáculos en la calle, arriba de un colectivo, en el Centro Cultural San Martín, en una plaza, dimos conciertos en los barrios, organizados por la municipalidad, trabajamos con el público. En el teatro Armando Discépolo hacíamos espectáculos semanales. Nunca sabíamos qué era lo que iba a pasar, sabíamos que más o menos iba a haber una cosa u otra, había gente de danza metida. Hicimos un espectáculo muy lindo con los mimos de Alberto Saba. Hasta que llegó Isabelita y ahí nos tuvimos que meter adentro. Nos acogió muy bien durante un año el Instituto Goethe. Fue prácticamente la desaparición del Movimiento Música Más.”[1]

Quién así habla es Roque de Pedro y lo que cuenta es la vida breve de una agrupación que habría podido participar de cualquier evento Fluxus sin ruborizarse. Sus orígenes se remontaban a los experimentos pioneros con cintas e improvisación de Guillermo Gregorio (clarinete, saxo alto) y Carlos Miralles (trompeta). Desde 1963, Gregorio, en particular, parecía empeñado en combinar dos tradiciones que por entonces se pensaban como antitéticas: el free jazz y la música concreta. Una pieza temprana del dúo -Sobre el piano, adentro del piano, alrededor del piano…- exploraba las posibilidades tímbricas del instrumento y lo consideraba a la vez como un objeto. El resultado guardaba cierto parentesco inconsciente con el Piano Activities de Philip Corner -donde se desmontaba un piano de cola para luego subastar las piezas- o anticipaba el posterior concierto homenaje a Maciunas de Joseph Beuys y Nam June Paik, excéntrico dueto de pianos en conmemoración del fallecido líder de Fluxus.
Esta disposición a considerar la música como un evento sónico concreto, que discurre en un tiempo bien real, delataba una actitud experimental liberada por completo del corsé de la música académica. En una época donde la vanguardia se había trastocado en mero mainstream, Música Más y otros colectivos afines con miembros en común -Conjunto de Música Contemporánea de Buenos Aires y el Grupo de Improvisación de La Plata- se involucraban en una especie de action music que hacía de la performance y el contacto con el público su razón de ser. No obstante, fiel a esa idiosincrasia tan argentina, estos sonidos permanecerían secretos, resonando en los oídos de aquellos afortunados que pudieron participar de sus conciertos, hasta que John Corbett editara algunas muestras hace unos años en su Unheard Music Series.
Se trataba de una música, efímera si se quiere, que tenía en las plazas y en las calles sus escenarios más adecuados y se autoimponía condiciones que dificultaban su ejecución, como en la idea de una emisión televisiva sin imagen ni audio cuyo único sonido fuera el silbido del tubo del aparato, o en la voluntad por tocar la menor cantidad posible de sonidos. Una música conceptual donde el acento se desplazaba del rigor de la partitura a la idea y al entorno. Huelga decir que tamaña actividad lúdica hallaría la hostilidad de la mayor parte de sus pares académicos. Y lo que debía ser el verdadero comienzo de una tradición radicalizada de experimentalismo sonoro quedaba condenado a una simple nota al pie.


[1] En La Negrita, publicación del CEMAFA, Centro de Estudiantes del Conservatorio Superior de Música “Manuel de Falla”. Número 2, octubre de 2005, pp. 7-8.


En breve, la última parte

Friday, June 29, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (V)


El Di Tella y el sueño trunco del internacionalismo

Habría que esperar a la inauguración del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM) en 1964 para que el desarrollo de la electroacústica alcanzara su punto álgido. Surgido de la conjunción entre el impulso modernizador interno y la reconfiguración de las relaciones exteriores entre Estados Unidos y América Latina, llevaba inscripto en su frente el dato empírico de un desplazamiento geográfico en el paisaje de la Guerra Fría: la revolución cubana del ’58.
En rigor de verdad, la repercusión de tan imprevisto acontecer no se sentiría de manera plena en nuestro país hasta 1961, con la obtención por parte del socialismo de una banca en el Senado. El peronismo proscrito la haría valer como amenaza velada de un súbito despertar revolucionario de las masas obreras, cuyo ímpetu en esa dirección su exiliado líder tanto había contribuido a adormecer. De efectos más concretos fue la presunción e ineptitud de la administración Kennedy, la que en nombre de un supuesto progresismo convirtió a la conciencia latinoamericana en ámbito privilegiado de su imaginaria guerra santa contra los cubanos. El nuevo celo reformista de los norteamericanos se tradujo en la Alianza para el Progreso y se corporizó en un programa de ayuda económica y social para esta olvidada región del mundo.
Los orígenes del CLAEM se remontaban a la Fundación Torcuato Di Tella, creada en 1958 por su familia, en homenaje al industrial homónimo fallecido diez años antes. Se financiaba con el 10% de las acciones de su empresa SIAM, ejemplo egregio de ese pujante progreso industrial que prometía el desarrollismo. La fundación del instituto del mismo nombre dos años más tarde nos concedería una versión autóctona de la alianza para el progreso, al poner el capital privado al servicio de las artes y las ciencias. El Di Tella se diseñó entonces como un conjunto de centros de investigación de entre los cuales tanto descollaría el de Artes Visuales que su destino se volvería el síntoma ineludible de toda una época.
La función del CLAEM fue bastante más restringida. Por un instante pudo parecer que transformaba a Buenos Aires en la capital de la música de vanguardia, al menos en el subcontinente. Pero esa ilusión se disipa rápidamente cuando constatamos la estructura elitista sobre la que descansaba. Limitado a doce becarios bienales, todos los recursos se ponían al servicio de esos pocos elegidos. Es cierto que por allí pasaron nombres que dejarían rastro en la electroacústica posterior y, en casos contados, hasta en la experimentación más amplia: los peruanos César Bolaños, Alejandro Núñez Allauca y Edgar Valcárcel, la colombiana Jacqueline Nova, el ecuatoriano Mesías Maiguashca, el chileno Gabriel Brncic, los brasileños Jorge Antunes y Marlos Nobre, los argentinos Oscar Bazán, Alcides Lanza, Eduardo Kusnir y Mariano Etkin entre muchos otros. También lo es que el círculo de profesores de postgrado incluía a lo más selecto de la vanguardia internacional: Messiaen, Xenakis, Nono, Copland, Dallapiccola, Ussachevsky y Maderna dieron allí seminarios. Y que una vez renovado su laboratorio de música electrónica a partir de 1966, gracias a las notables ideas del ingeniero Fernando von Reichenbach (entre las que se cuenta la de un convertidor gráfico de sonido) y bajo la dirección musical del propio Kröpfl, se transformó en referencia ineludible de las pretensiones vanguardistas latinoamericanas.
Sin embargo, la profecía de Bruno Maderna estuvo lejos de cumplirse. El italiano, en un arranque de optimismo, declaraba que el próximo boom musical se produciría en Argentina y que si Italia tuviera esa calidad de músicos y ese nivel en las creaciones barrería al mundo.[1] Pero el mundo siguió su curso sin darse por aludido. El problema consistía en el desequilibrio entre investigación y difusión que parecía constitutivo de esa música. Y la razón era sobre todo ideológica: la fe ciega en la especialización, el rigor formal y el manejo de la técnica como criterios excluyentes de validez, hicieron que los esfuerzos del centro se dirigieran a un círculo de iniciados y subestimaran a un público que, gracias al crecimiento del consumo, se hallaba por entonces en plena efervescencia cultural. Tarea de aproximación para la que serían claramente insuficientes esos ciclos anuales de conciertos que apuntaban a promocionar la actividad de los becarios y a los que daban el pomposo nombre de “Festivales”. Se vislumbra aquí otra de esas antinomias que engalanan nuestra historia: el propio impulso altanero, seguro de sus credenciales, de la electroacústica siembra las semillas de su disolución como fuerza capaz de impulsar la experimentación sonora del futuro. La vanguardia se tornará retaguardia, su aislamiento y su ceguera tecnocrática la convertirán en otro academicismo, menos inofensivo que retardatario. Un derrotero sobre el cual nuestro país ni siquiera puede reclamar algún certificado de originalidad, puesto que ese es el destino que la música académica del siglo tiende a sufrir una y otra vez, del serialismo a la composición por computadoras.

Aporías del internacionalismo

Debemos consignar aún un detalle que por sí mismo basta para comprender las paradójicas consecuencias de tanto espíritu emprendedor. El CLAEM fue financiado desde sus inicios por una beca de la fundación Rockefeller, cuyo apoyo se le retiraría en 1969. Eso influyó, sin duda, para que se nombrara a Alberto Ginastera como su director general, un puesto que cualquier otro sitio, menos ingrato con sus ciudadanos y más autónomo en sus decisiones, le habría asignado a Paz. Ginastera tenía mayor repercusión internacional y contactos más aceitados con los Estados Unidos, en parte gracias a una primera estadía allá entre el ’45 y el ’48, cuando buscaba refugiarse del régimen peronista. Pero representaba ese nacionalismo anacrónico que tanto fustigaba Paz. Si bien es cierto que hacia los ’60 pugnaba por incorporar técnicas más experimentales en sus composiciones, su horizonte estético seguía siendo tradicionalista. Aunque ni siquiera eso libraría a su ópera Bomarzo de caer en las garras de la censura, cuando la acusaran de obscenidad en 1967.
Con todo, no era sólo el despecho lo que llevaba a Paz a referirse al CLAEM como la “Academia Pitman de la música moderna” y a la obra de Ginastera como “demostraciones antológicas que gustan mucho a los norteamericanos y las retribuyen alegremente con su alianza para el progreso de la música argentina”. Mientras uno redescubría el dodecafonismo, el otro incorporaba a sus composiciones los principios de indeterminación y la idea de una música más abierta, en sintonía con la brisa de aire puro que Cage, Feldman y el grupo de Nueva York habían introducido en el férreo esquema del serialismo europeo. Con este giro, Paz sentaba las bases para una experimentación argentina que recién asomaría la cabeza con la apertura democrática de las dos últimas décadas. Porque aunque su figura se volvería pública en los golden sixties, su música seguiría sin escucharse. Una diferencia sustancial con el Ginastera al que versionaban los mismísimos Emerson, Lake and Palmer.
Estas rencillas distrajeron a la prensa de una dificultad más grave. El ambicioso proyecto para colocar a nuestra cultura en un plano de igualdad con las tendencias de las grandes metrópolis dependía de dos factores: la estabilidad política interna y la continuidad sin fisuras de la política exterior norteamericana. La megalomanía nacional llegó al punto de suponer que la exportación de arte argentino a los centros primermundistas no era más que el merecido reconocimiento a la calidad de nuestros artistas. Pero ni bien se modificase el escenario internacional, las veleidades cosmopolitas caerían como castillo de naipes. Bastó que Vietnam reemplazara paulatinamente a Cuba como nuevo foco de conflicto en la Guerra Fría para que ese preciado internacionalismo mostrara su verdadero rostro: la dependencia pertinaz de las necesidades estratégicas de una nación que no era la nuestra.


[1] Citado en Sergio Pujol. La década rebelde: Los años 60 en la Argentina. Bs. As., Emecé, 2002, p. 305.

Saturday, June 23, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (IV)


El optimismo infundado de una época

Un nuevo golpe de estado, autoproclamado “la Revolución Libertadora”, terminó en el ’55 con diez años de hegemonía peronista. Como en tantas otras ocasiones a través de nuestra historia, fue recibido con alivio por sectores considerables de la población y apoyado por ciertos partidos políticos que alguna vez se habían tenido por populares. Pero los dos períodos de gobierno justicialista, para bien o para mal, habían modificado de manera irreversible las relaciones entre las diversas fuerzas sociales. Ahora la clase obrera se había constituido en un factor con el que se hacía imperioso lidiar. Y dado su apoyo incondicional al presidente destituido, se convirtió rápidamente en el blanco privilegiado de la represión policial. Esta dificultad para reconocer a las masas -que seguirían siendo empecinadamente peronistas con el correr de las décadas- desmentía la retórica democrática de un régimen poco acostumbrado a ella y sumía a la corporación militar en pugnas internas de proporciones. Los fusilamientos de junio del ’56, drástica respuesta del ejército a un levantamiento justicialista, daban la pauta de una escalada inédita de esa condición de sorda guerra civil en la que se debatía el país desde la década del ’30.
Pero de a poco se iría instalando un discurso modernizador que apostaba a la rápida industrialización como expediente de la ansiada reinserción argentina en el mundo. Un desarrollismo que, a partir de 1958, tendría en la administración del doctor Frondizi a un defensor un tanto equívoco. Más allá de las dualidades y dobleces del nuevo gobierno democrático, las artes se vieron saturadas de renovado optimismo y, por una vez, la música no fue la excepción.
Ese mismo año Tirso de Olazábal inauguraba la posibilidad de escuchar en vivo, con adecuada amplificación, la música concreta y electrónica de algunos compositores europeos contemporáneos. Las experimentaciones con registros sonoros sobre discos de acetato las había anticipado Mauricio Kagel hacia 1954, cuando se le solicitó que musicalizara una exhibición industrial en la ciudad de Mendoza. El resultado fue Música para la torre, una obra concreta en la línea de las búsquedas francesas de Shaeffer y cía. Ya a finales de los ´50 combinaba su interés por el teatro instrumental con grabaciones para cinta. Por entonces había intentado infructuosamente montar un estudio de música electrónica. Con su ida a Alemania en 1957, el país perdería a un compositor de excepción, que cuanto mayor reconocimiento obtenía en la escena internacional, tanto más olvidado era en la nuestra. El destino de Kagel -aquí tardíamente reivindicado el pasado año, en ocasión de su septuagésimoquinto cumpleaños- constituyó un ejemplo temprano de la imposibilidad de asegurar políticas culturales sostenidas que impidieran la emigración de aquellos capaces de afianzar una herencia autóctona de experimentación radical. En ese sentido, la euforia de los años ’60 se demostraría, con el paso del tiempo, como otro de esos espejismos infundados que aquejaban a una idiosincrasia nacional excesivamente dada a la autoestima.

La institucionalización de la música electroacústica

El sueño de Kagel lo cumpliría Francisco Kröpfl con la fundación del Estudio de Fonología Musical a fines de 1958. Las circunstancias un tanto fortuitas de su creación ilustran bien acerca de cómo se hacían las cosas en nuestra capital por aquel entonces. La sede de la revista Nueva Visión solía reunir en tertulias informales a artistas de diferentes disciplinas. Allí escribía Kagel sobre cine y fotografía. Allí estaba, como siempre, el inefable Paz tratando de convencer a su auditorio de las bondades del puntillismo de Anton Webern. La gente de Poesía Buenos Aires -una legendaria publicación de vanguardia que se inició en la primavera del ’50 para concluir con rigurosa puntualidad, diez años después, en la primavera del ’60- también las frecuentaba. El más joven de sus miembros, Rodolfo Alonso, se convertía en el ’57 en director del Departamento de Actividades Culturales de la Universidad de Buenos Aires. Desde esta recuperada base institucional encargaba a Kröpfl y al ingeniero Fausto Maranca el estudio, que funcionaría en la Facultad de Arquitectura gracias a que existía en dicha sede un laboratorio para mediciones acústicas en desuso, readaptado para su utilización electrónica.
La visita de Pierre Boulez en 1954, a los 29 años y con las partituras aún sin terminar del Martillo sin amo bajo el brazo, simboliza el camino que tomaría de aquí en más la entusiasta vanguardia local. A Kagel lo convence, luego de examinar algunas de sus partituras, de que se presente a una beca en Colonia. A Kröpfl le obsequia el esquema serial de su opus magnun. A la mayoría le contagia la reverencia por el rigor formal y la fascinación por unas innovaciones tecnológicas que, según su conocida prédica, serán capaces de orientar a la música por el sendero luminoso de una nueva ciencia exacta.
No obstante, semejante obsesión por el control y la organización racional de las diversas dimensiones del sonido, esa idea tan típica del serialismo integral acerca de que el valor de la nueva música radica en sus principios de estructuración y en su forma orgánica, conducirá a buena parte de la experimentación contemporánea por el camino de un academicismo cerril e improductivo del que aún hoy no logra desprenderse.

continuará