Es un hecho que
la nostalgia recorre la actualidad de la música pop en todos sus planos: la grabación,
la producción, el consumo, la composición y la reproducción. Sin embargo cabe
preguntarse por qué en una era dominada por la incursión tecnológica y su
desarrollo desenfrenado, el sonido vintage, los equipos valvulares, la
ascendente producción de vinilos y las técnicas de grabación analógicas
recobran una inusitada fuerza.
Con
la masificación de internet y la aparición de formatos de compresión como el
mp3, el mercado de la música se ha transformado sustancialmente durante los
últimos 15 años. Esto implica, por un lado, la posibilidad de producción
hogareña en calidad profesional y alta velocidad a partir de costos
relativamente bajos, y la oportunidad de compartir en la web el producto de
modo cuasi instantáneo para comenzar a posteriori con el proceso de difusión.
Por otro lado, este sistema que presenta un mayor grado de diversidad y “opciones”,
también implica un mercado de competencia inmenso, global y sumamente
fragmentado, donde resulta realmente complejo lograr una cuota de atención
importante por parte de un público dividido, que consume toneladas de
información adictiva y sistemáticamente controlada por los llamados gatekeepers.
La
mercancía (entiéndase: conocimiento, información, producto de carácter cultural
o sencillamente personas) es hábilmente direccionada por gigantes estrategas en
un marco tan virtual como concreto de liberalismo político-económico sin
parangón, donde la publicidad es el arma y la herramienta vital para la
producción de beneficios.
Una
vez ingresados en la Matrix, vivimos
una carrera extenuante, rebosante de adrenalina, donde el tiempo está fragmentado
en millones de pedazos y la velocidad es la norma fundamental para el consumo
de conocimiento deglutido y la expulsión de datos que atraviesan violentamente
nuestros dedos, incluso antes de ser procesados.
Mientras
tanto, en la fresca tibieza de cuatro paredes blancas, nuestros cuartos
traseros siguen adheridos a la silla como carne y hueso, y los encuentros
humanos frustrados se deshacen de envidia en derredor porque nuestra cabeza se
funde de forma idiota con el complejo dispositivo tecnológico que tenemos entre
las palmas de nuestras manos.
Son
estas formas de socialización modernas (o post-modernas, o modernas tardías, o cualquier
otra rotulación posible) las que afectan todos los planos de la vida en
sociedad, puesto que refieren a la esencia motora de los mecanismos actuales.
La individualización, el hedonismo, la evanescencia de los tiempos, y la
automatización tienden a incidir y, ciertamente, transformar las instituciones,
la interacción social e incluso nuestro contacto con el arte (aunque las
relaciones de producción, las bases y los objetivos que las justifican sean los
mismos que antaño).
¿Acaso no es el arte,
fundamentalmente, una instancia revulsiva de transformación donde los cuerpos
vibran y se debaten en un diálogo encarnizado con la racionalidad para llegar,
de la mano de esta última, a una instancia superadora? ¿Es posible que lo
sintético y lo superficial medien una experiencia vivencial de tamañas
características?
Aquí
es donde retornamos, entonces, a la pregunta por la música, que en repetidas ocasiones
ha sido defendida a capa y espada como la forma de arte más pura por carecer de
referencias a la realidad tangible, concreta. Y sin embargo, sabemos que es
imposible pensar una producción cultural de cualquier tipo por fuera de su
contexto político, económico y socio-histórico.
A
raíz de nuestro planteo previo, es prudente observar que el desarrollo
tecnológico es un factor inevitable y decisivo en la producción musical
contemporánea.
I
A
mediados del siglo pasado, el avant-garde musical (con referentes indiscutibles
de la talla de John Cage, Pierre Schaeffer o Karlheinz Stockhausen) se lanzó a
la aventura de experimentar con la electrónica como medio de producción musical
e instancia creadora de sonidos novedosos, singulares y propios. Esta tendencia
comenzó a expandirse hacia el terreno de la música pop en los años venideros, mientras
que los elementos digitales fueron sustituyendo paulatinamente a los analógicos
en las técnicas de grabación y producción (aunque esta última fase tomó un
tiempo de desarrollo mayor).
La
tecnología abría las puertas a un maravilloso mundo de experimentación y
descubrimiento que se extendía hacia prometedores horizontes musicales.
A su
vez, la industria discográfica fue retomando, e incluso impulsando, determinadas
medidas tecnológicas en pos de renovarse y aumentar sus beneficios económicos. En
medio, algunos artistas y productores adelantados aprovecharon estas formas
incipientes para producir y elaborar obras dotadas de calidad estética
superadora.
Sin
embargo, resulta preciso recordar que siempre estamos haciendo referencia a una
industria altamente concentrada y conservadora, condenada a convivir con la
brutal paradoja de trabajar en un plano atravesado por la transformación, el
cambio, la experimentación y la innovación. Una industria que tiende a absorber
y homogenizar a todos aquellos actores y movimientos que la renuevan y le
otorgan vitalidad. Una industria que estandariza y produce en serie una vez que
probó las mieles del éxito en un riesgo tomado, disminuyendo así el nivel de
sus incertidumbres económicas hasta que ese género o formato matriz termina por
aburrir soberbiamente al público.
II
A razón
de proponer una revisión crítica, podemos situar en un momento histórico
determinado el quiebre que trajo aparejado un paquete de cambios cruciales en
la industria discográfica, convertida ahora en un monstruo masificador sin
retorno.
Hacia
1973, el conflicto de Yom Kippur y la fatídica crisis del petróleo
desencadenaron un conflicto particularmente profundo en la elaboración de
discos: una caída estrepitosa en el acceso al petróleo implica necesariamente
un retroceso considerable en la producción de vinilos. El espacio para los
pequeños sellos y la música de corte más experimental fueron fulminados en pos
de concentrar la escasa producción de discos en los artistas con éxito
planetario que significaban una venta asegurada. Comienza entonces la era de
los contratos millonarios, las estrellas egocéntricas, la incansable repetición
de fórmulas y el desprecio de las minorías por parte de la industria.
En el
plano musical, sólo algunos años antes, había comenzado a desarrollarse un
género destacado como “rock progresivo” que, muchas veces caracterizando sus
shows y presentaciones públicas con una estructura y parafernalia nunca antes
vistas, se aprovechaba de los desarrollos tecnológicos y la electrónica para (nuevamente
la paradoja poética) proponer una crítica a la alienación, la paranoia y los
desarrollos modernos.
III
Ahora
bien, si existió otra transformación fundamental, esa fue el proceso de
digitalización. Y aquí debemos detenernos a reflexionar.
Sin
lugar a dudas, es la aparición del CD un acontecimiento sustancial al abrir la
era de la producción y consumo públicos de música digital. Es cierto que ya
existían otros formatos, aunque también analógicos, como el cassette hogareño o
el fugaz magazine, pero es el disco compacto el que llega para reemplazar al
vinilo como padre de todos los demás.
El
hecho principal es que la digitalización surge con el objetivo de modificar
todas las instancias de la producción musical, no sólo el consumo. Los impulsos
electromagnéticos son sustituidos por bits y bytes, el roce de las púas por
lectores láseres, y las cintas abiertas por discos rígidos. Incluso los
instrumentos musicales electrónicos sustituyen su carácter analógico por uno
digital.
La
digitalización ofrece abaratar costos, simplificar los procesos, e incluir
texturas, climas o instrumentos pregrabados por medio de bancos de datos. Todo
es posible desde el hogar y en tiempo récord. La experticia necesaria para
manejar determinado software resulta entonces un valor fundamental a la hora de
producir un disco o una obra musical.
La
industria ha promovido desde un principio la digitalización en pos de multiplicar
sus ingresos al insertar un cambio tecnológico para refrescar el mercado,
resaltando la escucha cristalina y la fidelidad en la reproducción. Pero la
aparición de formatos como el mp3 (que han permitido comprimir y reducir el
peso de los paquetes de datos sin perder calidad), sumado a la explosión de
internet como nexo global, ha creado una serie de canales paralelos para
compartir música que hicieron temblar a la industria discográfica, al punto que
se sigue reestructurando constantemente dentro de las nuevas reglas.
IV
Sin
embargo, décadas de aceleración, bombardeos de información inabarcable, productos
sintéticos carentes de alma y la típica frialdad artificial que provocan los
datos intangibles, han provocado una reacción inesperada en músicos y
melómanos. Una especie de fanatismo retro circula a lo largo y ancho del mundo.
Bandas
y artistas que buscan recrear una estética cruda y de garaje a partir de los
propios desarrollos tecnológicos (¡que viva la paradoja!); cuando el sonido
low-fi o de baja fidelidad (típico del under norteamericano de los 60’ a los
primeros 90’) está relacionado con el hecho de que, en efecto, se grababa de
forma casera en el garaje del barrio o en estudios relativos al bajo
presupuesto de la banda. Otros que bucean en géneros y sonidos del pop
mainstream floreciente en décadas pasadas con la intención de recrearlo en la
actualidad. Guiños a la estética de los 80’, homenajes a discos y bandas con 30
o 40 años en su haber, artistas septuagenarios que realizan giras mundiales
convocando a millones entre el público.
Es
verdad que la estrategia de relanzar símbolos de épocas doradas no es algo
novedoso propio de esta década. No obstante, también resulta cierto afirmar el
hecho de que eso ha tomado una vitalidad de dimensiones considerables en los
últimos tiempos.
Y
dentro de ese universo, somos susceptibles de hallar variedad: propuestas
sumamente originales que elaboran algo particular a partir de retomar la
historia desde otra perspectiva, otras que no tanto; artistas que se renuevan y
siguen aportando a la creación de material nuevo, otros que no tanto.
Por
supuesto que instantáneamente el mercado ha sabido leer e interpretar esto al
dedillo, a punto de convertirlo en una mercancía y lanzar, desde lo más
profundo de sus entrañas, productos típicamente nostálgicos a precios
irrisorios. Clásico de nicho.
Eso
es inevitable y casi automático pero, ¿cómo podemos acercarnos a la pregunta
por éste fenómeno particular que ha resurgido con vitalidad junto al crecimiento
de internet?
Es
probable que el desarrollo de internet y la posibilidad de difundir y
revalorizar géneros, artistas, memorias y fragmentos de la historia en forma
inimaginable tenga algo que ver con este fenómeno. También lo tiene la ya
resaltada y desagradable transformación de la industria discográfica hacia
horizontes cada vez más conservadores y, por ende, la caída de nuevos
referentes en el mainstream, lo cual no significa en absoluto que no haya
nuevas e interesantes propuestas en la música, sino todo lo contrario. La fórmula
reaccionaria de la industria propugna muchos y diversos espacios de resistencia
cultural, a los que, por supuesto, también atiende el mercado constantemente por
el simple hecho de necesitar una renovación que refresque su fachada.
V
Lo
que no podemos negar a la memoria es la experiencia, la vibración, los cuerpos,
la presencia artística en lo vivencial. Y es aquí donde surge una extraña
complejidad para con la música grabada, un oxímoron entre la faceta más humana
y el fetiche.
Sin
lugar a dudas, una de las dimensiones más criticadas en el consumo ansioso y
desprolijo de la música en la era de internet es la paulatina desaparición de
la obra conceptual. Esa obra que significa un todo por la emergencia del
concepto en su esplendor, por las partes que la forman y construyen algo
superador, por la teleología y el desarrollo hilvanado a través del tiempo, por
su relación con la portada, con el interior, con los colores, con la
fotografía, con la caja y con el disco. Con la mercancía. Aunque en realidad no
sea ese el concepto de la obra artística, el soporte material lo atraviesa y lo
completa. El trabajo humano se confunde y se matiza con las huellas de la
industrialización.
Luego
viene el ritual, potenciado en el caso del vinilo. Acceder al producto,
comprarlo, pedirlo prestado, conseguirlo a partir de movilizar el cuerpo y
sacarlo de su estado de reposo. Quitar el disco de la caja, observar los
surcos, apoyarlo en la bandeja, verlo girar y dejar caer la púa con una
suavidad amorosa. Si uno está acompañado, si el hecho es compartido, la
sensación se multiplica exponencialmente en un bucle infinito. Y entonces
vibramos. Ahí. En el roce de los materiales. En el sonido cálido, abrazador.
Lamentablemente o por suerte, un efecto sonoro reconocible hasta en los sueños
nos avisa que el lado A llegó a su final. La experiencia comienza otra vez,
pero nuestro cuerpo ya se ha transformado.
Un
acontecimiento similar se produce a escala aumentada con el encuentro de la
música en vivo, aunque su desarrollo y vínculo con la industria discográfica
ameritan un análisis más minucioso, que dejaremos para otro momento.
A fin
de concluir actualizando aquello de que no todo tiempo por pasado fue mejor, resulta
imprescindible sustentar que el arte es movimiento, vivencia, problematización,
riesgo, transformación, crítica y producción de conocimiento. La industria es
otra cosa.
Rodrigo Fedele
3 comments:
Publico aquí el ensayo de un amigo sobre las transformaciones que acarrea en la música el proceso de digitalización, una cuestión que está ocupando a muchos críticos y académicos. Confío en que servirá para abrir el debate. En breve, una reseña de lo mejor que he leído en los últimos tiempos al respecto: el libro Records Ruins the Landscape.
Excelente ensayo! Interesante tema para reflexionar. Muy bien planteado.
Nada como ELEGIR un buen CD para escuchar
La melancolía vibrante suena como una paz mental vibrante.
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