Andar
con una maldición no es algo que se solucione fácil. El cine de horror es
bastante escéptico al respecto. No hay psicoanalistas y los curanderos, por lo
general, no dan nunca en el clavo. Una mordedura de vampiro es irreversible;
una posesión puede exorcizarse pero el mal queda flotando y cae encima de
cualquier desprevenido. De esta última variedad se agarraron dos clásicos
posmodernos realizados en Japón, país que tiene una sólida tradición en el
género con joyas como Onibaba y Kuroneko, de Kaneto Shindo, y Kwaidan, de Masaki Kobayashi. En la
popular Ringu o La llamada, de Hideo Nakata, una cinta de televisión rematada por
un telefonazo anónimo son certificado de muerte del que sólo puede zafarse
pasándole la cinta a otro. Tres años después, Kiyoshi Kurosawa hizo Kairo (2001), un film estilizado y
perturbador donde el mal viaja por una señal de Internet, casi un homenaje a la
obra maestra de David Cronenberg, Videodrome.
La
segunda ola del cine de J-horror fue tan original y adaptada a los tiempos que,
acorde a su tenor viral, tuvo un éxito instantáneo y de alcance internacional. Ringu devino la película más taquillera
de terror japonés, se disparó una inmediata secuela y al menos cinco films de
J-horror, entre ellos Kairo y, desde
luego, Ringu, fueron versionadas por
la maquinaria hollywoodense con la consiguiente y consabida pasteurización.
El
culto al J-horror en Estados Unidos fue sintomático de la falta de ideas, pero
también sirvió para salir del pantano slasher
que tuvo su hito con las sagas Halloween,
Friday the 13th, A Nightmare on Elm Street y otros festines de sangre. En la
antología V/H/S (2012) un grupo de
cineastas independientes contribuyó a un decálogo de vampiros y exorcismos
experimentales, en tanto Mike Flanagan consiguió en Absentia (2011) y Oculus
(2013) una inusual simbiosis de terror espectral con pesimismo existencialista.
En
el renacimiento de este horror atávico a lo inaprensible, It Follows (Te sigue es
el más literal título local) se posiciona como film estrella de la década. Son
varios los hallazgos que introduce (o reintroduce) el escritor, guionista y
director David Robert Mitchell. Rodada en Detroit, la
película jamás se sitúa geográficamente, pero se nutre de elípticas alusiones a
la decadente capital de Michigan. El camarógrafo Michael Gioulakis realiza
tomas en 360 grados que barren con la expectativa de los personajes, al tiempo
que muestra la herrumbre, los monoblocks abandonados y los baldíos –en el margen
o en foco, pero siempre presentes–.
En
los cinco minutos iniciales que arrancan con el encuadre diurno de una calle suburbana
desierta, de amplias y letárgicas aceras, llenas de hojas de árbol y coches dormitando
en jardines, donde de golpe, desesperada, escapa a los gritos una adolescente,
luego en la playa nocturna, donde encontrará su fin, hasta el plano en picada
de la futura víctima, la mañana siguiente, flotando en una piscina con forma de
tanque australiano, Mitchell quiere al espectador en vilo, temiendo lo que dejó
fuera del cuadro.
La
acción es igualmente oblicua. Los personajes son adolescentes que habitan una
ciudad a su medida y en la que están, paradójicamente, atrapados. Cuando Jay
(Maika Monroe) sale de la piscina y entra a su casa encuentra a una amiga
leyendo El idiota de Dostoievski en
un e-Book de diseño retro futurista, mientras otros amigos miran Killers From Space, una película de
ciencia ficción de los cincuenta, en un viejo televisor valvular. Luego Jay y
su novio Hugh pasean por el barrio, donde conviven autos de última generación
con modelos de los setenta, y llegan a un cine que proyecta Charade (un clásico noir, esencialmente, sobre la desconfianza).
Colando
referencias a la Guerra Fría, Mitchell introduce la paranoia como un
sentimiento que está de vuelta. Su Jay es una heroína como Laurie Strode, el
personaje de Jamie Lee Curtis en Halloween.
Al inicio, el paralelismo de ambos films es insoslayable. La atmósfera de It Follows es una encantadora recreación
del cine de John Carpenter, donde el horror convive con la poesía suburbana. Y
si quedaran dudas, los sintetizadores ominosos de Rich Vreeland emulan sin pudor
a la música que el director de La niebla
hizo para sus propios films, una marca registrada del cine clase B en los años
ochenta.
De
vuelta al cine, previo a la proyección de Charade,
la fanfarria de un organista de espaldas anuncia a El fantasma de la ópera, de Brian de Palma, mientras Hugh ve a una
mujer que Jay afirma no ver. Hugh huye con Jay a rastras, sin explicarle lo que
no vio. La noche siguiente, en la playa, hacen el amor dentro del auto y Hugh
duerme a Jay con cloroformo. Al despertar, Jay está atada a una silla de ruedas
en un estacionamiento abandonado. Hugh le da un breve instructivo: “Te van a
seguir hasta matarte. Pueden tomar cualquier forma, incluso la de algún
conocido. Son lentos pero persistentes. Alguien me lo pasó a mí y ahora yo te
lo paso a vos. Es la única forma de que desaparezca, y tampoco es segura del
todo”.
Entonces,
la primera prueba: una mujer grotesca, como recién salida de la cama, arremete
contra la pareja y Hugh huye con Jay atada en la silla de ruedas, para luego
arrojarla como un paquete en la puerta de su casa. Jay deberá vivir alerta a
cualquier caminante con torpeza zombi, ruinoso como la ciudad misma, al tiempo
de enfrentar dos dilemas. ¿La maldición efectivamente
desaparece y se traslada al otro tras hacerle el amor? Y a diferencia de Hugh,
¿será capaz de sobrellevar la culpa?
Inspirado
en las atmósferas de Carpenter y el horror venéreo de Cronenberg, It Follows es un logro artístico que
revitaliza al género. Al salir del cine, nadie será indiferente a aquel que, torpemente,
se acerque caminando.
Jorge Luis Fernández
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